domingo, 12 de diciembre de 2010

Sofía lleva un cuento escrito en la espalda

Para Ricardo,
el autor intelectual de este cuento


El que se llamaran Ricardo y Sofía es irrelevante. Tampoco importan las horas que llevaban encerrados en una habitación pintada de atardecer. Lo que realmente importa, es que desde ese día, Sofía lleva un cuento escrito en la espalda.

Desnudo, Ricardo se detuvo a la entrada de la habitación rosa bengala y vio el tiempo detenido: la cama revuelta, los libros sobre el buró, la ropa tirada en el piso. Se sintió un poco ridículo por ir cargando una mesa de madera con dos tortas de conejo. Vestida con su piel de vainilla, Sofía llegó atrás de él. Le embarró las cervezas en las nalgas y el pito de Ricardo brincó.

La tripas que exigían y un “¿qué horas serán?” los había levantado de la cama. Pero ya estaban de vuelta y con una gran dotación de cervezas en la hielera, como para no salir nunca más. Sofía movió sus brazos con rapidez, arrinconando sábanas y almohadas en la cabecera de maple. Corrió a los pies de la cama y con ambas manos, la empujó contra la pared. La mentada de madre que gritó el muro apachurrado les hizo reír. ¡Shhhh! ¡Se enoja!, dijo Sofía, llevándose un dedo a la boca.

Ricardo puso la mesa sobre la cama y miró a la ventana. Las persianas se movían con el aire, entonando una canción de plástico. ¿Le cierro? preguntó Sofía, al ver los vellos ligeramente levantados sobre la piel sabor de anís. Si me hace usted favor, dijo Ricardo haciendo una reverencia con las manos. Sofía aventó la ventana y el aluminio calló la melodía.

¡A comer! gritó Sofía levantando ambas manos. Y dejándose caer, aterrizó en la cama boca abajo. La mesa bailó suspendida en el aire, junto a los platos y las latas de cerveza. Sofía se incorporó y tomó una torta de conejo. Ricardo sintió que ese olor lo tranquilizaba: era un olor a pan caliente con mantequilla que lo hacía recordar las tardes de su infancia en el comedor de su abuela. Sofía masacraba su torta con grandes mordidas; las migajas caían sobre sus pechos y panza. Ricardo la miró hasta que el crujido de pan lo sacó de su letargo. Si no empezaba a comer, probablemente se quedaría con el estómago vacío. Quedaron buenas, ¿verdad?, dijo Ricardo al sentir el conejo con aguacate en su lengua. La torta que tenía pegada Sofía a la boca se movió de arriba-abajo.

Barriendo la cama con la palma de su mano, Sofía tiró al suelo las migajas que habían caído de las tortas de conejo. Ricardo se recostó en la enorme almohada que había formado esa suave revoltura de sábanas y cobijas contra la cabecera. Lo mismo hizo Sofía, aunque su almohada estaba llena de huesos y en su interior había un corazón. Con su mano derecha, Ricardo le acariciaba el cuerpo; tenía los dedos lacios y los ojos cerrados. Ella se dejó hacer, abierta, feliz.

Sofía tomó un pesado libro del buró y comenzó a leer en voz alta. El libro amarillo comenzó a quejarse con gritos atragantados. Y es que los ojos roba-párrafos de Sofía le amputaban, una a una las palabras que leía. Asustadas, las letras descendieron por el tobogán de su voz, cayendo en la cama y en la piel de vainilla. Revueltas, algunas letras comenzaron a llorar. Se buscaban para formar sílabas, con la esperanza de hacer una palabra coherente; misión casi imposible porque las vocales débiles flotaron más tiempo en la respiración y cayeron hasta el piso. Las letras más egoístas, como la Be, la Eme o la Ene, reían a carcajadas al ver la desesperanza sobre la cama.

La mano izquierda de Ricardo despertó y quiso ponerse a escribir. Enojado, el codo aventó los dedos al aire, exigiéndole tranquilidad con violencia. Pero los dedos eran necios y el codo perdió la batalla cuando la mano se desprendió y fue a dar al piso. Con cuidado, los dedos recogieron las letras que lloraban entre las migajas de pan. De un brinco subió a la cama e hizo un montoncito de letras a un lado del cuerpo de Sofía, que descansaba boca abajo.

Con movimientos de araña, la mano izquierda comenzó a acomodar las letras sobre la espalda de vainilla. Tranquilas y expectantes, las letras susurraban cada sílaba y daban pequeños brincos, orgullosas de formar parte de una palabra. Celosas al ver la fiesta que se vivía en la espalda, las pocas Doble-u y Kas comenzaron a clavarse en la cintura de Sofía, intentando subir. Ella no pudo evitar las cosquillas, las tomó en su puño y las aventó al piso. Las letras que ya estaban acomodadas se horrorizaron, no querían terminar igual. Tampoco querían volver a ese papel blanco y ser aplastadas entre las pastas duras y amarillas. Por eso se tatuaron a la espalda de Sofía quien, desde entonces, carga con este cuento.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Margo Glantz y sus zapatos

“Me siento como la Julia Roberts de la literatura” dijo Margo Glantz al recibir el premio FIL del año pasado. Tan curiosa fue la ocurrencia de la escritora octogenaria, que se repitió en todos los periódicos y sitios de internet que relataron los pormenores de la afamada feria de libros. En las fotografías, la autora se veía feliz, gozando su momento; como Julia Roberts cuando ganó el Oscar.

¿Quién es esa señora que se compara con una artistita hollywoodense? ¿Por qué, cuando tanto escritor toma una pose de intelectual incomprendido, esta viejita sale con banalidades del espectáculo?

En Colofón encontré “Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador” y comencé a leerlo. Media hora después, ¿la autobiografía? ¿el ensayo sobre los zapatos? ¿el conjunto de viajes, quejas y enfermedades de una señora bien? me tenía atrapada.

Por supuesto, compré el libro. En “Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador” encontré, antes que nada, libertad. Libertad de género literario que comprueba que lo que está hermosamente escrito no necesita la etiqueta de ensayo, novela o crónica. Libertad de una mujer que relata, cómo transcurrió su infancia entre zapatos de segunda, cómo nació su amor-rechazo por los zapatos de Salvatore Ferragamo y por qué es importante que ella, Nora García, se siente a escribir utilizando zapatos de diseñador. Libertad de narrar: lo mismo nos cuenta de sus perros muertos, de sus viajes y residencia en Londres, que de sus amores fallidos, de tener sexo mientras amamanta a su hijo (y masturbarse cuando se acuerda) y de la angustia que le provoca una mamografía. Margo Glantz utiliza lo mismo un chingado, que palabrería en francés e inglés. Revuelve palabras, las desbarata, las analiza, las reconstruye.

Además de la libertad, celebro la inteligencia y el sentido del humor de la autora. Los zapatos de diseñador, es un tema frívolo, apto para revistas como Vanidades o Cosmopolitan. Pero para la autora son el pretexto ideal para contar la historia de una mujer, el dolor de caminar, los lugares por donde anda, la salud de quien los porta. Margo Glantz no tiene empacho en utilizar referencias poperas como sex & the city, o burlarse de la baba que le escurre a la protagonista, Nora García, por culpa de una prótesis dental. Y es que como dice la autora en el punto 7 del primer capítulo del libro. “Es hora de confesar que esta historia es autobiográfica, y por tanto profundamente sincera.”

Buscando sobre la Glantz en internet, me encuentro que ella define su escritura como nómada. Que comenzó a escribir a los treinta y tantos y que sus textos tienen una alta dosis autobiográfica.



Desde ya soy fan de La Glantz y me maldigo por no haberla leído antes.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Clementino

Había una vez una niña que de tanto observar a su perro, aprendió a leerle el pensamiento. El perro, un peludo anaranjado, llevaba por nombre Clementino. Aunque la niña era muy joven y necesitaba de los adultos para muchas cosas, no necesitaba ayuda para cuidarlo a Clementino. Ese perro era suyo y de nadie más. La niña alimentaba a Clementino. Lo sacaba con los borregos. Le limpiaba los pies del lodo de los sembradíos y cuidaba que siempre tuviera agua en el plato. No necesitaba de mucho más ese perro llamado Clementino. Es más, ni siquiera exigía que el colchón, donde dormía en el cuarto de la niña, estuviera limpio.

Eso pensaba Clementino: “No necesito nada más”. Lo pensó, al menos, hasta aquel día que comenzó a oler a la muerte.

Clementino despertó después del sol. Puso las 4 patas en el piso y deslizó hacia adelante el par de enfrente, sacó las uñas de los dedos y rasguñó el piso. Con la cabeza echada hacia atrás y el lomo estirado, la cola se torció en espiral. La niña, que también despertaba, lo escuchó bostezar y se incorporó estirando ambos brazos al techo. Clementino se enderezó y extendió, una por una, la patas de atrás. Los ojos cafés del perro se encontraron con los azules de la niña. Tienes hambre y estás ansioso, Clementino dijo ella después de leerle el pensamiento.

La niña brincó de la cama y corrió con el perro hacia la cocina. Jaló una de las sillas del desayunador de madera y alcanzó la bolsa de croquetas que estaba en la mesa. Clementino bailó a dos patas al escuchar el granizo de comida contra el plato de metal. Cuando la niña bajó el plato al suelo, Clementino clavó el hocico en las croquetas. Ni un instante dejó de mover la cola.

Clementino era un perro supersticioso. Los perros tienen maneras y motivos diferentes a los humanos para serlo. Para Clementino, los gatos negros eran igual de odiosos que los gatos blancos. Le gustaba dormir bajo las escaleras y nunca pedía que le pasaran la sal. Sin embargo, Clementino no se comía las croquetas que estaban del lado derecho del plato. Clementino pensaba, que si lo hacía, algo muy malo podría ocurrir. Tal vez y el estanque donde remojaba sus patas se secaría. O quizá, agarraría las pulgas de los puercos. “Los puercos no tienen pulgas Clementino” solía decirle la niña, acariciándole por detrás de las orejas. Y es que Clementino odiaba tener pulgas.

Aquella mañana y sin darse cuenta, el plato se quedó sin croquetas. Clementino se asustó al pensar en las pulgas. Incluso pidió a la niña que lo bañara. Una era petición extraña para un perro, pues les gusta estar sucios para tener un olor único y poderoso. El olor corporal en los perros es un asunto serio. Con tal de que el perro estuviera tranquilo, la niña aceptó. Caminaron hacia la caballeriza, cargó a Clementino y lo sumergió en el agua fría donde beben las yeguas. Clementino abrió muy grandes los ojos al sentir la piel mojada. Los músculos tensos lo detenían contra las paredes de la tina, mientras sentía las pequeñas manos restregándole el pelo con jabón.

Girando el cuerpo, Clementino sacudió el agua que lo había envuelto. Las gotas volaron junto a los pelos color naranja. La niña vio los rayos de sol que atravesaron las gotas, formar un arcoíris. El perro comenzó a correr en círculos por el campo. El aire que empujaba el cuerpo de Clementino formó un canal anaranjado brillante.

Clementino corrió muchas vueltas más. Con cada vuelta, el túnel se hacía más brillante. La niña se sentó junto a su árbol favorito, ése que tenía la corteza más plana y las ramas más largas. Miró el túnel naranja hasta que el brillo le molestó a los ojos. Entonces, se quedó dormida. Por eso, la niña no vio que Clementino hizo hoyos, correteó gallinas y robó el alimento a los puercos. Cansado de hacer tantas cosas de perro, Clementino volvió a un lado de la niña. Se dejó caer en el piso de un tirón, recargó el hocico sobre las piernas y cerró los ojos.

Un olor penetrante y a carne podrida despertó a Clementino. El olor venía del abdomen de la niña. Era un olor que su nariz ya había detectado antes, pero no podía recordar dónde. Los perros no tienen tan buena memoria como los humanos. Clementino clavó la nariz en el cuerpo de la niña para detectar mejor el olor. Tal vez y así, podría recordar. La niña despertó al sentir el hocico presionándola. ¿Qué pasa Clementino? El perro no respondió, estaba concentrado en oler. La niña sintió cosquillas y levantó la blusa. Sintió la nariz húmeda del perro en la piel. La respiración caliente de Clementino le dejó algunos mocos transparentes en la panza.

Siéntate Clementino, ordenó la niña. El perro obedeció. Bajó la cabeza junto con las orejas y subió la mirada. El cuerpo del perro estaba tenso. La niña supo que aquello era serio porque la cola, inmóvil, cayó contra el piso. Clementino había recordado el olor. Por su mente pasó Jenny, la yegua que fue sacrificada algunos meses atrás. La niña, que sabía leer el pensamiento de Clementino entendió el dolor que el perro sentía. Entendió también, que no era por la yegua.

Y es que los perros no saben ocultar lo que sienten.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Carl Sagan y su Cosmos

Corrían los ochentas y un señor vestido con cuello de tortuga y traje café hablaba en la televisión sobre los planetas y las estrellas; de la gente que ha habitado este mundo que se llama Tierra, las características de ésta y de cómo habían contribuido al conocimiento universal del que ahora él hablaba emocionado. Desde su sillón, ese hombre recorría el universo utilizando animaciones que a ojos de este siglo, parecen maquetas colgadas de hilitos. Su nombre era Carl Sagan y la serie se llamaba Cosmos.

Tiempo después, las computadoras y los hombres comenzaron a llamar mi atención, por lo que dejé de alimentar mi vena científica.

En el 2003 volví a encontrar a Sagan, pero ahora el formato era de papel y con títulos como El mundo y sus demonios y El cerebro de Broca. Pero fue hasta el 2005 cuando devoré Cosmos en pocos días, ya que el librote llegó a mis manos en préstamo de una biblioteca. Al terminarlo, tenía un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. También me dieron ganas de robármelo, pero al final lo regresé.

Cuando la instrucción escolar nos vomita nombres por separado y en diferentes “materias” como Filosofía, Matemáticas, Astronomía, Biología, Historia, etcétera, en Cosmos, Carl Sagan hace un todo y relaciona a Pitágoras con Platón con Hipatía, Kepler, Newton, Da Vinci, Colón, Darwin, Huygens, Einstein. Su lectura me acercó a ellos como hombres (no sólo como teorías), a sus errores, problemas y a las fallas históricas que hemos tenido como raza. El conocerlos por separado me había quitado el placer de entender la relación entre sus teorías y propuestas; tampoco me di cuenta del común denominador que existe entre ellos e incluso, conmigo.

Sagan me llevó de la mano por la historia del hombre como un ser pensante e inteligente. Entendí que el conocimiento, antes que otra cosa, significa libertad. Libertad de elegir a través de la razón, libertad para no subyugarte ante las ideas de otros, libertad para atreverte a soñar en más.

Si me preguntan la distancia al Sol, la gravedad de Júpiter o la elasticidad del tiempo por la aceleración de las partículas a velocidad de la luz, tal vez no les pueda contestar o les diga una tontería. Pero ahora entiendo que la ciencia es mucho más que números, datos, fechas y nombres. La ciencia es lo que nos da esencia como humanos, sus logros y adelantos unen, mientras que las guerras destruyen. La ciencia ilumina, mientras que la charlatanería oculta y miente.

Sabía que sólo era cuestión de tiempo, ahorro y decisión para adquirirlo. Así que desde la semana pasada, Cosmos está en mi librero y es parte de mi evangelio.


jueves, 18 de noviembre de 2010

Ricardo Piglia y sus teorías

Descubrir un escritor que te vuela la mente es tan emocionante como enamorarse.

Eso me paso con Ricardo Piglia, en Cuentos con Dos Rostros. Tengo que confesar que leer el libro me costó un poco de trabajo. Sobre todo porque leí el prólogo de Villoro y los últimos cuentos porque eran los más cortos. Pero al leer el primer cuento titulado “En otro país”, las piezas comenzaron a caer en mi cabezota. El cuento es semiautobiográfico y está lleno de personajes singulares. Pero por sobre todo, las historias ejecutan la tesis que tiene Piglia sobre el cuento:
Con los cuentos es preciso, a diferencia de lo que la gente cree, tener antes dos anécdotas y no una sola. Cuanto más breve es la forma se necesita más de una historia- ¿Por qué? Porque en tanto se entretiene al lector con una historia, se prepara la que verdaderamente interesa contar.
Rescato algunos extractos que, inmersos dentro de los cuentos, me encontré sobre la literatura, narrar y escribir.
En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas empecé a escribir un Diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. La literatura es una forma privada de la utopía.

Mi padre, dijo Ratliff, fue un narrador excepcional. Vendía máquinas de coser por el campo. Andaba de un lado a otro, con un camioncito entoldado y paraba en las chacras y se sentaba a la sombra de los tilos a conversar con las mujeres que le ofrecían limonada. Era capaz de vender una máquina inservible usando el arte hipnótico de la narración. Narrar, decía mi padre, es como jugar al póker, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad.

Nunca sé si recuerdo las escenas o si las he vivido. Tal es el grado de nitidez con la que están presentes en mi memoria. Y quizá eso es narrar. Incorporar a la vida de un desconocido una experiencia inexistente que tiene una realidad mayor que cualquier cosa vivida. Un narrador debe ser capaz de crear un héroe cuya experiencia supere la de todos sus lectores, decía Steve. Ningún novelista que yo sepa, en este siglo o en algún otro, ha asesinado a nadie en la vida real. Cuando lo dijo estaba demasiado borracho y yo no entendí el sentido de lo que estaba diciendo.
Por fortuna (y a veces desgracia) he aprendido a identificar ciertas partes de los cuentos, para después, escribir y masacrarlas. Este ejercicio de prueba y error en mis cuentitos a veces sale, a veces me rebasa. Por eso es que encontrar nuevas tesis sobre la estructura de algo tan complejo como es un cuento, es como sentir los copos de nieve en la nariz.

Piglia es un imperdible, créanme.



Desagravio, un cuentito que me encontré por ahí.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Fantasmas

DIA CERO. En mis sueños aún escucho el ruido de la ciudad que yo amaba. El viento contra los edificios y lonas, el claxon chingando al de adelante, los perros encadenados que ladraban al llegar a los parques. Cuando cierro los ojos, escucho a los jazzeros callejeros entonar sus melancólicas canciones en la estación del metro y las risas de los niños en los jardines.

Ahora, la ciudad ha callado, ha muerto. Hoy extraño el ruido.

Cuando todo esto comenzó lo único que anhelaba era un poco de silencio. En un instante, a los chillidos de las patrullas se unieron a la alharaca de las ambulancias y el estruendo de los helicópteros. Cuando las alarmas sísmicas se encendieron, su escándalo sólo fue callado por la pérdida de la electricidad general.

Por fin, la muerte llegó escoltada de lluvia y truenos que parecían interminables. Desconozco cuanto tiempo duró, ya que gran parte del tiempo estuve dormida gracias a esa enfermedad que mató a tantos. Cuando por fin desperté, todo había cambiado.

Ese día cero no sólo desperté yo. Despertó una ciudad herida desde sus entrañas. Una ciudad callada donde el silencio era roto esporádicamente por gemidos, gritos de dolor y muerte, voces de súplica y desesperación.

DIA SIETE: Y el sol salió. Los primeros rayos aceleraron la podredumbre de los cuerpos y comida. El hedor era insoportable para una sociedad acostumbrada a las bondades sanitarias del siglo XXI. Debido a las cañerías tapadas y la escasísima agua, moscas, ratas y perros sin dueño se apropiaron de las calles.

Llegué a Nueva York hace pocos meses. La elegí porque sin duda, es -o era- la capital de este mundo. La nueva Roma en este siglo globalizado, sobrecalentado y ahora enfermo. Vine desde México para aprender la mayor de las lecciones: que puedo ser yo, entera y sola. Que no necesito fantasmas hablándome al oído. Que gracias a esta droga, puedo integrarme a la sociedad. Allá se quedaron mis padres, quienes también confiaron en estas nuevas pastillas que evitan mis frecuentes alucinaciones.

Antes de que todo esto sucediera, la ciudad fue mi guía y consuelo. Nueva York me reconoció como una de sus hijas y sentía que me alimentaba con la misma electricidad que recorría sus venas. Ahora, sin ese brillo artificial con el que desafiaba a las estrellas, Nueva York languidece. Y así lo haré yo, de no encontrar pronto esas pastillas que evitan a mis fantasmas regresar.

DIA QUINCE. Los neoyorkinos han desalojado su isla. Abandonaron sus departamentos, su ropa de diseñador, sus mascotas y sus muertos. Sólo quedan algunos indigentes y locos. Aquellos que desde siempre han conocido las entrañas de esta ciudad, quienes ya vivían en una Nueva York sin Broadway ni museos. Esos, los rotos y malvivientes que nunca necesitaron de grandes comidas y camas limpias.

Sigo aquí porque mi dotación de pastillas se terminó y no me queda más que buscarlas irrumpiendo farmacias. No sé en cuánto tiempo regresarán las alucinaciones y vivo con la paranoia si no han vuelto ya.

Eso me pasó cuando Marduk, vestido a capa y espada, me ahuyentó de la Estación Central, donde intenté dormir. Lo enfrenté con una varita, como si fuera a encantarlo. El espadachín se rindió ante mi magia y me dejó pasar con una sonrisa que ensañaba todos sus dientes percudidos. Me llevó a donde tenía guardado su cofre de tesoros y con una seña sobre sus labios me hizo jurar silencio. Por supuesto, le di una moneda. Pagaba por una cordura real, aunque estrafalaria.

Aquella noche conseguí un lugar para dormir. Tengo un taburete de tela roída, unas cobijas polvorientas y algunos locos con quienes compartir mis días, como Queen Wednesday. Queen es negra y habla muy poco inglés. Le gusta vestirse de rosa y grita como urraca cuando se le pierde su corona de piedras falsas. Con ella salgo “de compras” casi a diario. Buscamos latas de comida en departamentos deshabitados y cuando nos hartamos de comer, cambiamos nuestro ajuar. Mi corona tiene que ser más pequeña, pero quedamos en que este bolígrafo de grandes plumas era para mí, para nadie más.

Aquel día que “compramos” tu-tus de ballet, vi por primera vez a los tigres y osos polares tomando el sol en Central Park. Le pregunté que si los veía y me contestó: Big Cat and Teddy Bear con un ademán de niña acurrucando su muñeco de peluche.

Estos locos son ahora mi familia, mi única comprobación de lo real.

DIA VEINTE. El frío aumenta, por lo que busco cobijas en los departamentos cercanos. Me he convertido en una experta allanando casas. Aún tengo comida, pero la raciono. Los espejos rotos del baño regresan mi rostro más delgado de lo que recuerdo.

Tomo mucho vino, a falta de agua limpia. Hablo con cualquiera que se me acerca y les invito de mi trago. Todos aceptan y la botella se vacía un poco más. Aún son reales, ¿cierto? De lo contrario tendría más licor. Alcoholizados y sucios hemos de ser un espectáculo decadente. Pero… ¿Quién esta buscando la belleza hoy? Nueva York apesta, ¿Por qué nosotros no?

DIA VEINTICUATRO. Hoy vi una ballena en el lago. Me subí al castillo de Belvedere y encontré a la manada completa. Hablan y les entiendo. Díganme por favor, díganme. Dónde vivo, qué es esto. Por qué les he perdido, si aún me falta el despertar de un mal sueño. Díganme que sigue a este atardecer turquesa, qué queda de esa enormidad de estrellas.

DIA VEINTISEÍS. Aún veo a las ballenas, dan varias vueltas en el lago. Como poseídos, como intentando escapar. Y brincan dejando un arco iris de segundos que muere ante un ruidoso ¡splash!

Me encontré a ese hombre de pelo blanco. Se acercó contándome historias de luces en el concreto, de máquinas que cargan gente y que corren más que un caballo. Me dijo que había llegado volando desde México, que tenía que encontrarme. ¡Volar!, eso es de pájaros. Asegura que pronto comenzaría el frío, que me debo bañar antes del que el lago se congele. ¿Al lago? ¿Con las ballenas? Nunca.

DIA TREINTA. Él ha llenado el castillo de latas, sella las ventanas con telas gruesas y saca fuego de otra lata. ¿Quién eres? a veces siento que te conozco. A tu lado me siento tranquila y protegida.

En esas interminables tardes me cuenta historias que nunca había escuchado, pero cuyo final adivino. Entonces reímos hasta que duele la panza y le digo:
-Tú eres el rey del castillo
-Lo sé, princesa. Desde chiquita eres mi princesa, ¿lo sabes? -Yo asiento mientras me acurruco a su regazo.




domingo, 18 de julio de 2010

Jaime Gamboa y su orquesta

¿Qué tan cerca está la música de la narrativa? Si leyeran a Jaime Gamboa, dirían lo mismo que yo: demasiado.

Jaime es de Costa Rica y su libro/CD “La Orquesta Imposible” es un deleite para los sentidos. Acompañado de vino tinto o de un roncito , la tarde está garantizada. El libro, de la editorial Ojalá (que buen nombre para una editorial) consta de siete cuentos divididos en, por supuesto, Lado A y Lado B: Una diva del tango muy lejos de su país; un anciano sin memoria al que confunden con Director de Orquesta; Pedro -Peter- Nolasco, enamorado del rock y de su mujer; un cabo redactor de comisaría que le da por escribir canciones y cartas de amor; un maestro de violín que carga con más de una tragedia; un romance imposible de un pianista en la Habana que incluye a Castro, Somosa y a Kennedy; un nicaragüense refugiado en Costa Rica, que encuentra a un acordeonista que dice haber pertenecido a Los Osados, un grupo de golpistas de Somoza.
Aunque la música es el hilo conductor entre todos los cuentos/canción del libro, lo que en verdad les une es que son historias de vida. Historias sinceras y transparentes de narración impecable. Historias coherentes, sin vueltas de tuerca dramáticas.
No sé quien fui. Me desperté hace seis años, en la cama que ahora ocupa la Meche. Cuando abrí los ojos no sentí nada, como si no tuviera cuerpo. Solo unos quince minutos después me comenzó a doler acá, detrás de la cabeza y empecé a oír unas trompetas y unos cornos. Entonces traté de moverme pero no pude. Logré girar un poco los ojos y vi a la Meche aquí sentada a la par de la cama, en esta misma silla, viéndome como si viera a un muerto en vida. La cara de la Meche en ese instante no se me olvida, porque lo primero que pensé fue: “Está muy vieja para ser un ángel”. Pero seguía oyendo aquella sección de metales que se parecía mucho a lo que yo pensaba que serían las trompetas del Apocalipsis. Lo segundo que pensé fue: “Esta muy bonita para ser un demonio”. No sé cuánto rato estuve mirándola así, con los ojos torcidos porque me dolía mover la cabeza, pero recuerdo que me dio tiempo de pensar un montón de cosas. Las recuerdo todas. Pensé que, si estaba en el cielo, me habían estafado: ¿Qué hacía esa señora en bata, temblando a la par de mi cama? Si estaba en el infierno, no parecía tan malo, aunque hacía mucho frío y la verdad, no me parecía haber sido tan malo para merecer el castigo eterno. Entonces traté de recordar algo malo que hubiera hecho y no pude. Ahí comencé a llorar. Lo recuerdo porque la Meche por primera vez, se acercó, arqueó las cejas y caminó despacio, dejando abrir una sonrisilla que ahora le conozco muy bien; dio gracias a Dios porque me había despertado y me secó una lágrima con la punta temblorosa de su bata.
ORFEO, extracto. La orquesta imposible.
Jaime Gamboa.
La pura vida, como dicen en aquella latitud. Tengo que confesar que le tengo mucha envidia a la forma de escribir de Jaime Gamboa. No sólo porque cada cuento tiene una estructura diferente, si no porque habla de sentimientos puros, blancos. Y la razón de mi envidia es, que precisamente eso es lo que me cuesta mucho trabajo al escribir ficción. “Profundidad” me dicen.

Tengo una idea bastante clara de qué escribir y cómo escribirlo para que el lector se ría o me miente la madre. He experimentado con el asco, el dolor y la violencia, pero siento que aún estoy verde en eso.

Una escribe lo que sabe, de lo que ha vivido. Al menos, en un inicio, cuando la experiencia es poca. Entonces ¿No soy más que una marimacha payasa y cochina?

No. Yo digo que soy algo más. Pero no estoy muy acostumbrada a sacarla. Y es que en éste H. Blog, éste mi cuaderno de ensayo, siempre le he huido al tema sentimental. No hay cosa que me cague más que un blog cursi y quejoso, lleno de corazoncitos, rosa y dedicado a la felicidad o tristeza que desencadena el ser amado. Esos blogs me mataron por dentro, snif.

Pero Jaime Gamboa me ha enseñado que no tiene nada de malo hablar de sentimientos blancos como el amor o amistad, siempre y cuando, tu narrativa tenga los elementos necesarios para sonar a Pearl Jam y no a Lady Gaga.

viernes, 2 de julio de 2010

Oro

La gordura desparramada de ese hombre sentado en la mesa del centro pasa desapercibida, a pesar del cuerpo de marrana embarazada que carga su columna. Y es que todo en aquel lugar es exagerado: sobre cada mesa cuelgan enormes candiles de largos cristales que son sostenidos al techo por gárgolas doradas. La bóveda está pintada con frescos amontonados, del que se distinguen ángeles, demonios y otras criaturas mitológicas. Las sillas son de terciopelo azul y sobre el mantel de seda blanca hay cristalería fina y cubiertos de oro.

Pareciera que al utilizar éste color exclusivo del sol -o de los dioses- el restaurante vendiera un pedazo de cielo a sus clientes. Hay oro en la tapicería de la pared, en las barras, en la marquesina, en el dosel, en las cortinas, en los marcos de los cuadros y espejos; en los picaportes, candelabros, llaves del agua, alfombras, muebles, orillas de la cristalería, floreros…

Empingüinados meseros rinden pleitesía con palabras francesas a los comensales, especialmente a la marrana embarazada que viste frac y corbata de moño. Su inmensidad gelatinosa se desborda de algo que simula ser un pantalón. Una enorme papada le cubre el cuello, llegando casi al pecho. Los guangos cachetes cuelgan tanto que jalan los párpados que descubren unos ojos negros. Su alrededor huele a cebolla y ajo; los litros de perfume vertidos no logran disimular el olor que emana de su cuerpo.

Las mesas de alrededor ya tienen clientes sentados: son un montón de pavorreales que se ensalzan entre ellos, y que al darse la espalda, gluglutean envidiosas palabras contra el recién saludado. Llevan trajes negros, vestidos enormes y todas las joyas que sus muñecas, cuello y orejas pueden cargar. Ni un cabello se mueve de esos peinados perfectos, nadie levanta la voz o expresa alguna emoción con el rostro. Ver a uno es verlos a todos. Cada uno con una versión un poco más joven, más colorida o más guapa que la anterior.

Como si el ser una marrana embarazada de 18 puerquitos no fuera suficiente, el individuo es un holgazán. Con oznidos aprueba -o no- la cantidad exorbitante de comida que el mesero propone: Foie gras, langostinos flameados, solmillo de cerdo, magret de pato, carpaccio, ensalada de cabra y piñones, ravioles de espinaca, combinado de mariscos, steak tartare, tortellini au roquefort, salmón di parma, bistró, papillote al pesto, fondant du chocolate, ensalada de frutas, fromage blanc, créme brulé, crépes, merlot, bordeaux, champagne, chardonnay, coteaux…

Tres meseros traen la primera ronda de comida, colocándola muy cerca de la orilla de la mesa. La marrana embarazada come sin manos y con urgencia. No le importa llenarse los cachetes de salsa, grasa y el pecho de vino; solo le importa alimentar a su hambrienta prole.

Para que la segunda ronda de comida sea digerible, la marrana embarazada solicita ayuda al pingüino para vomitar. Complaciente y con un oui oui mesie, el mesero coloca un guante sobre su alita y la introduce en la boca de la marrana, que abre completamente el hocico. De pronto, el pingüino siente miedo de ser devorado y duda, pero los ojos de la marrana le indican que siga. Toca tres, cuatro, cinco veces la campanilla hasta que por fin provoca el vómito liberador.

Una viscosa masa de carne a medio masticar, vino y verduras sale a chorros de la boca y en dirección a un cubo dorado. Lo hace con arcadas sin dolor, como si el vomitar fuera una función más de su cuerpo, igual que respirar.

Sin siquiera limpiarse, el gordo continúa comiendo. Mientras liberaba su estómago, hábiles meseros dejaron servida la siguiente ronda de alimentos. La escena comer-vomitar se repite, pero ahora el vómito se ha desbordado de la cubeta, de la que sale un fétido tufo a oropel.

Un distraído mesero choca contra la cubeta y resbala, vaciando su contenido sobre el piso de mármol. Además, bloquea el paso de una pareja de distraídos comensales que tropiezan y terminan en el piso y embarrados. El gordo no se inmuta y sigue vomitando sobre los tres infelices que están en el piso, y que sin éxito se intentan levantar.

Cuando la marrana embarazada retoma su cena, el mesero caído logra levantarse y se disculpa con la embadurnada pareja, quienes, a pesar de estar sucios y apestosos le hacen reverencia al gordo.

-Señor Presidente, con su permiso Señor Presidente, buen provecho Señor Presidente- y se alejan sin darle la espalda y agachados.

La pareja sale del restaurante hablando del clima, de la cena o de la bolsa de valores. Del incidente que los dejó embadurnados ni se comenta. Su chofer ya está en la entrada y con enfado sortean a un montón de pavos, gallinas y pollos emperifollados que esperan, ahora sí, entrar al lugar.

-Mira a esos estúpidos, creen que van a entrar- dice el hombre con desprecio.
-Jajá- ríe la mujer- Que ilusos, no entienden hay cosas que son de cuna, que ellos no pueden ni aspirar a tener.

Negra de Piedra

Aun era temprano para la cita con esa morra, Yvon. Estaba decidido: si esta noche no me las daba, no tendría otra oportunidad. Y es que dos cines y tres comidas eran mi cuota máxima. Pinches regias, se hacen mucho del rogar… aunque las nalgas de ésta valían el aplastarme dos horas en una butaca viendo una película romántica, de las que sólo les gustan a las viejas. Sólo dos horas más.

El sol de mayo pegaba con madre y tenía la sed aperrada en mi garganta. Por eso, mientras manejaba por Garza Sada, no lo pensé dos veces; entré al Chilis para perder el tiempo chingándome una cerveza y viendo repeticiones de partidos de futbol. El primer trago me regresó a la vida; servida directamente del grifo, la cerveza estaba bien muerta y su sabor amargo se quedó en mi lengua. Sentí al eructo salir desde mi garganta y abrí mi boca para dejarlo salir como uno de esos pedos que te revientan el culo. Siempre lo hago así, a pesar de las miradas castigadoras de las doñitas come-brownies. Me empiné lo demás en unos cuantos tragos, lo que aumentó mis deseos de mandar a la chingada a Yvoncita y quedarme con esta Rubia Superior.

Pero a veces manda más la verga que la garganta, por lo que pagué y salí del lugar. En el estacionamiento, el sol de las 5 de la tarde chingaba reflejándose en los vidrios de una camioneta. El sol no me molesta tanto como la cantidad de mamones que hay en esta ciudad. Mientras esperaba que el ballet trajera mi coche, escuché un estruendo que me hizo voltear a mi derecha; ¡trae un arma! gritó una vieja y se tiró al piso, aventando a un lado su bastón. Ya valió madres, pensé mientras me aventaba pecho tierra y me cubría la maceta con mis manos; como si mis pinches deditos fueran una gran protección contra los balazos. Mi corazón estaba acelerado y sentí un ardor en la parte baja del cuerpo. Del panzazo hasta la respiración se me fue. No sé cuánto tiempo duró la balacera, pero a mí me parecieron horas. Respiraba como perro correteado cuando los balazos terminaron. Muévete cabrón, capaz de que regresan me ordené pero mi pierna izquierda no respondió. Volteé a ver qué pasaba y una mancha de sangre salía del muslo y manchaba mis levis. De menos no me dio en los huevos, dije antes de desmayarme.

Aguante, va a estar bien repetía a gritos alguien que me jalaba hacia una camilla. Cuidado con mi pierna, susurré o pensé, ya ni sé, porque del dolor me volví a desmayar. De pronto, mi nariz recibió una fuerte dosis de olor a medicina y alcohol. Abrí los ojos y vi como ventanas, puertas, enfermeras, paredes verdes y accesorios de hospital pasaban rápidamente a mi lado. Comprendí que iba acostado en una camilla, que me habían dado un balazo y que no estaba soñando. El dolor en el muslo izquierdo era demasiado real. Las llantas de la camilla se detuvieron y pude ver las vendas que contenían la sangre de mi muslo. Además llevaba una bata maricona con las nalgas de fuera que estaba empapada de sudor. ¡Agua, agua! comencé a rogar. Mi voz apenas y salía; sentía mis sesos apachurrarse contra los ojos, como queriendo desorbitarlos.

Tiene calentura, me dijo alguien y puso algo en mi suero que me hizo volver a dormir.

El sol calienta mi espalda pero no siento ninguna incomodidad . Estoy tirada, sí, tirada de panza sobre la arena sintiendo como cada grano se clava en mi piel. Miro mis manos: negras, negrísimas y pequeñas. No necesité voltear a mi entrepierna para comprobarlo; soy una mujer, soy niña, soy una negra. Lo que no sé es que vivo con hambre y sed, entre la suciedad y la podredumbre. Eso me di cuenta como espectador, que entre alucine y alucine alcanzaba a oler la comida podrida, la caca almacenada, el agua encharcada. Sin preocuparme por las infecciones, me revuelco en el agua verdosa para refrescarme; me tiro de panza a la arena gruesa y ruedo hasta lograr que las diminutas piedras se peguen a todo mi cuerpo hasta parecer un monstruo de piedra. Una figura de la que sobresalen sólo los grandes ojos negros y el pelo sucio y enmarañado. Escucho a mi voz infantil decir palabras inentendibles y sonidos guturales que imitan a un tigre o quizá a un león. Un hombre blanco con el rostro cubierto de pelos ríe agarrándose del estómago cada vez que paso corriendo junto a él. Llama mi atención llamándome Negra de Piedra mientras me muestra un gran vaso de agua limpia. Froto mis palmas una contra la otra para quitarme la arena de las manos y con timidez tomo el vaso de agua. Limpio mis labios con mi mano y comienzo a beber; mi estómago se infla apenas trago. Eructo, devuelvo el vaso y corro gruñendo en sentido contrario, escuchando cada vez más lejos las carcajadas del viejo barbón.

Casi no la cuentas güey, reía Mauricio sentado junto a la cama. Tenía que ser Mauricio, el más estúpido de mis amigos, el que cuidara mi convalecencia. Podía soportarlo borracho, pero un balazo en mi muslo me había hecho perder el sentido del humor. Vete a la verga cabrón, le respondí enojado y queriendo soltarle un putazo. Con esto, sólo logré zafar la aguja que tenía clavada en la muñeca y que el suero, las sales o la chingadera que me estaban metiendo por las venas me quemara la piel. Mauricio accionó una alarma y una enfermera vino a reacomodarla, amarrando mi muñeca con una pulsera de plástico apretada.

Sí. Los grilletes están apretados. Unidos por una cadena, tengo un par en las manos y otro en las piernas. Estoy de pie en una fila de negras mucho más grandes que yo mientras el barbudo que me da agua habla al frente con otros hombres blancos. El viento es fuerte y las nubes grises casi negras están a punto de llover. El olor a sal y a pescado podrido entra por mi nariz. Unos hombres semidesnudos salen de las casas de madera cargando costales sobre sus hombros; también van en fila y también están encadenados. Me paro de puntitas y trato de ver hacia donde van, tal vez y hacia allá voy yo. El mar comienza a azotarse contra la arena con más frecuencia y fuerza, por lo que los blancos se acercan con prisa, dan una rápida revisión a los dientes. A los elegidos les colocan un grillete en el cuello. A mí me parece que lo del cuello es muy elegante y sonrío para que me elijan. Pero no, el blanco elige a la mujer de a un lado y ni siquiera me mira; entonces el barbón le dice algo y aquel levanta las manos, lo que hace que me gane mi ansiado collar.

Desperté tosiendo, aún sentía los grilletes en mi cuello. Ya estoy hasta la madre de dormir enfermera; tengo un chingo de alucinaciones culeras, le dije a la chica que llegó a auxiliarme con la tos mientras me llevaba las manos al cuello. El sudor y el ardor en la muñeca continuaban; del balazo ni me acordaba. Ella dijo algo de una infección, de sacar el bicho por el sudor, de mi muslo en recuperación y del hambre que me tengo que aguantar porque hasta que suena una campanada puedo levantarme de esta enorme caja de madera en la que estamos todas acostadas hombro con hombro, con las manos extendidas sobre la cabeza y los grilletes de todas encadenados entre sí. Siento al mar moverse en la madera de mi espalda y hay otra tabla arriba, a escasos cuerpos de distancia sobre nosotras. Puedo escucharlos. Escucho sus quejidos y huelo su sudor almizclado. Estamos como zanahorias en caja. Es momento de la limpieza: cierro los ojos y contengo la respiración. El agua que nos lanzan podría ser refrescante si no fuera porque a nuestro lado pasa la mierda que cagan nuestros cuerpos mal alimentados. Lo bueno es que del baño sigue la comida, esa papilla llena de grumos de harina me sabe deliciosa; es caldito de pollo mijito, me dice mi madre. Lloro al ver sus ojos preocupados; vino desde Guadalajara la pobre mujer. El calor de la sopa me reconforta, así como los trapos húmedos que me pone sobre la frente para contener la calentura que provoca la pinche infección. Uso las fuerzas que me quedan para levantar mis párpados, mi madre se da cuenta y me dice que descanse, que vuelva a dormir. Me toca los ojos con sus manos y me besa en la frente. Yo no quiero volver a esa caja hedionda que se mueve sobre el mar. Pero me seducen sus caricias y siento sobre mí todo el peso del cuerpo frío de la negra que antes estaba a mi lado. Su peso me asfixia y me cuesta mucho trabajo respirar. No puedo respirar mamá. Intento moverme, pero los grilletes hacen su trabajo y me mantienen en el mismo lugar. Grito pero nadie escucha. Grito y grita mi madre, ¡llamen al doctor! Estoy desesperada y siento el miedo en la panza, como aquella vez que perdí a mi madre en el súper. De pronto mi cuerpo se relaja; estoy tranquilo, estoy en paz, escucho el sonido constante en el monitor y siento mi cuerpo flácido sobre la madera.

miércoles, 9 de junio de 2010

Rosario Castellanos

1974. Rosario Castellanos murió algunos meses antes de mi nacimiento. Un accidente, me informa su biografía, le quitó la vida en Tel Aviv. En aquel entonces, desempeñaba un puesto diplomático en Israel. Su infancia y adolescencia la vivió en Comitán. La mención de Chiapas hace que lleguen a mi cabeza imágenes de Tzotziles y Tzetzales. Indígenas que conocí en un viaje que emprendí por el sur de México. Pienso en la selva, el contacto con los animales, el pensamiento indígena. Son elementos que trastocan y mueven. ¿Qué movieron en Rosario? La movieron en una trilogía de novela indigenista: “Balún Canán”, “Ciudad Real” y “Oficio de tinieblas”. Confrontaciones raciales que lastiman, que se intentan curar, pero siguen sangrando.

Rosario Castellanos se graduó de filosofía por la UNAM. Su juventud en la Ciudad de México la enfrentó a ser mujer y mexicana. Un México con un contexto político y social dominado por los hombres. Si bien, Rosario no tuvo que aislarse en un convento para poder escribir y pensar, no se quedo callada. Denunció en varios de sus ensayos y cuentos la discriminación y desigualdad que la mujer sufría. En “La mujer que sabe latín” y desde su trinchera como educadora, Rosario Castellanos invita a reflexionar sobre el papel de la mujer. “La mujer no es un varón mutilado”, reza una de sus líneas del libro.

Su antología poética es extensa y con altas dosis autobiográficas. En sus “Apuntes para una declaración de fe”, la autora critica la pérdida de amor e identidad. En cómo el hombre ha dado muerte a lo bello y se vendió ante el brillo de lo falso.
Porque si un día cansados de este morir a plazos
queremos suicidarnos abriéndonos las venas
como cualquier romano,
nos sorprende saber que no tenemos sangre
ni tinta enrojecida:
que nos circula un aire tan gratis como el agua.
Abanderó con pasión la causa femenina e indigenista, por lo que series de cuentos como “Album de Familia” o “Los convidados de agosto” reflejan su lucha en contra de la desigualdad. Rosario Castellanos también incursionó en el ensayo, e incluso, en el Teatro. Con ello buscaba que sus ideas llegaran a un público más amplio. “El Eterno Femenino” (teatro) y “El uso de la palabra” (ensayo) son dos muestras de ello.

1974. Cuarenta y nueve años son muy pocos para tener tanto que vivir, tanto que decir. Debido a que un accidente se llevó a esta grande de las letras, no puedo evitar pensar: ¿qué habría escrito del movimiento zapatista, de la caída del PRI? ¿Qué pensaría de ver su legado feminista materializado y, al mismo tiempo, pisoteado?

martes, 8 de junio de 2010

No leer

Leer es malo. Nada bueno viene después de tomar un libro de ficción, mucho menos si eres mujer. Como hombre, debes vigilar lo que tu vieja lee. Como maestro, es tu deber inculcar que la lectura sea sólo de libros técnicos ya que muy probablemente sean de tu autoría y te representarán un gran ingreso futuro. Como padre, es más fácil poner el escuincle al televisor y ahorrarte un adolescente cuestionador.

Irónicamente, utilizo este medio para advertir los peligros de tan abominable actividad.
  1. No ganas dinero leyendo ficción. ¿En qué ayuda eso a tu carrera profesional?
  2. Las mujeres que leen piensan cosas raras que las alejan de la reproducción humana.
  3. Los libros son amantes de ocasión y desmemoriados. Te acompañan un momento, se meten en tu pensamiento y cuando te estás enculando, se acaban. ¿Quién quiere sufrir?
  4. Puedes convertirte en un paria social. Tu madre comenzará a presentarte como Mi hijo, el que lee (a diferencia de tu hermano, el arquitecto) o te señalarán por en la calle junto al bulto que cargas en la espalda.
  5. Además de ser señalado, no podrás integrarte funcionalmente a la sociedad. ¿Cómo piensas convivir sin hablar del caso “Paulette”? ¿En realidad crees que alguien quiere escuchar tu teoría sobre “El joven aquel” de Garibay?
  6. Te volverás orgulloso e insoportable. Un día te descubrirás citando libros o autores y la gente te odiará.
  7. No hay moral en los libros. Lo mismo matan, engañan, roban, devoran, violan…
  8. En sus páginas encontrarás historias de lugares, gente y épocas que nunca podrás vivir, lo que te provocará gran frustración.
  9. Te vuelves cómplice del autor y resulta que, o estaba exagerando o esta muerto.
  10. Leer te mete ideas. Renuncias a tu trabajo y quieres dedicarte “a escribir”
Esta es una misión de no-promoción a la lectura no terminará con este decálogo.

martes, 18 de mayo de 2010

Lo que hace uno por comer

Cambié a mi hijo por tres tacos de canasta que vendía el Pato de Goma en la esquina que hacen el inicio del mar y el fin del mundo. El Pato de Goma lloró de la emoción: su hijo podrá tomar baños de tina y jugar con un humano. La madera del taco estaba exquisita; sabía a amanecer con nido de arañas. Jamás volveré a probar ambrosía tan deliciosa, pensé, y me arranqué la lengua para asegurarme de ello. Caminé con las manos hacia la entrada del subterráneo para aves donde solía pedir trabajo de perico. Ahora no, me dijo Jesús mientras se desclavaba de la cruz y agregó: sólo necesitamos enanos que revivan con la luna nueva. Sin trabajo, no me quedó más que poner un huevo y llevarlo a hervir al desierto que está a la vuelta de mi casa. En la entrada me encontré un anuncio de “Cerrado por calentamiento global”; y con enojo aventé el huevo contra la pared donde las elefantas tejían chambritas usando el arcoíris. Como mis tripas seguían maldiciendo, fui a comer a la casa de las letras donde elegí mi favorita: la O. Cada vez le hacen el centro más grande, le reclamé a Shakespeare, quien atendía la fonda. Ofendido, el escritor se suicidó clavándose dos jotas en el cuello. Hubiera sido más fácil colgarse con una ge, cantó un pez desde lo alto de una pared de nieve de frambuesa. Yo le di la razón con todo y mi cerebro.

sábado, 15 de mayo de 2010

Theodore Sturgeon y su Cuerpodivino

Theodore Sturgeon es escritor de ciencia ficción. Cuerpodivino fue publicada tras su muerte, e incluso, en la ficha de Wikipedia en español, no aparece.

La novela está contada desde el punto de vista de ocho personas, las cuales narran en primera persona su encuentro con un ser místico llamado Cuerpodivino. Con forme pasan los capítulos, descubrimos quién es ese ser misterioso y cómo toca a través de la energía sexual que emana, a cada uno de los personajes.

La narrativa tiene un ritmo excepcional; yo lo terminé en un día. Es poético, es cachondo (pero no vulgar), es humano. La idea de elevar el sexo a un nivel sagrado y religioso conecta al lector que ha estado enamorado y caliente por la misma persona. Más que un orgasmo, es la conexión. Supongo que algún católico podría tachar de hereje al texto, sobre todo por las frecuentes referencias a Jesús, pero a mí me encantaron.

Vuelvo a los personajes, que son el hilo conductor de la novela. Todos están delineados física y emocionalmente de una manera muy rica, lo que demuestra la maestría del autor. Además todos soy muy diferentes: un pastor y su esposa, un violador, una loca-desadaptada, una metiche, una artista, un policía corrupto, un viejo agachón.

Mi preferida es la artista Britt Svanguld. Una hippie y excéntrica que se dedica a pintar y sostiene que el tacto es el sentido más valioso. Que en cierto modo, todos los sentidos tocan. A continuación un extracto:

El sentido del tacto es un cristal con muchas facetas. El aire estalla entre el martillo y el yunque y perturba el aire alrededor que a su vez vuelve a perturbar el aire, y esas perturbaciones avanzan hacia ti como pasos hasta que tocan la membrana del oído. Lo mismo ocurre con las ráfagas de sonido que atraviesan las plumas rígidas de un cuervo y las plumas suaves del ala de un búho, y cada una tiene un significado diferente. Ver también es tocar y ser visto es ser tocado, y esto también tiene sus muchos sentidos. No es lo mismo que te vea un niño cruel con una piedra en la mano que un ciervo o una ardilla. Si vives como vivo yo y sabes tocar y ser tocado por los ojos, sientes los ojos incluso cuando no los ves y puedes darte cuenta de qué tipo de tacto es.


viernes, 7 de mayo de 2010

Reloj

Para mí, comprar es una necesidad fisiológica. No sólo porque comprando me hago de artículos básicos como alimentos o ropa, si no porque el tener algo nuevo me hace feliz. Sobre todo cuando minutos antes a adquirir una mercancía, no sabía que la necesitaba. Estoy en constante creación de nuevas necesidades que, entre todas ellas, cubren la mayor: el tener.

“Puras Baratijas” aseguran aquellos socialistas que reniegan de mis compras. Aunque mi rostro no lo refleje, mi corazón ríe de sus comentarios. Y es que amparados bajo una supuesta austeridad, disfrazan su tacañería y su falta de ilusión. Yo no les creo eso de “no necesitar”. ¿Cómo no estar feliz si después de una extensa búsqueda y a cambio de pocos pesos nos encontramos algún tesoro?

Mi lugar favorito para ir de compras es Waldo’s. En este almacén de productos chinos tienen una gran variedad de las llamadas baratijas. Y es que aunque la calidad de los productos no sea la mejor, su precio si lo es. A diferencia de un gran almacén con nombre magnánimo, los productos en Waldo’s están amontonados y en desorden. Los estantes llegan apenas al metro y medio y, aunque tienen una base de productos, es posible encontrar algo nuevo y diferente con cada visita.

Además de satisfacer mi compritis aguda, en Waldo’s mi instinto recolector se despierta; encontrar alguna baratija, como una azucarera de vidrio entre vasos medio rotos, copas ralladas, platos de plástico, saleros sin pimenteros de juego, muñecos sucios de peluche, loncheras y envases de plástico sin tapa es como hallar un arbusto de fresas maduras en un campo de sorgo y elote.

Por eso es que prefiero ir a Waldo’s que a Wallmart, ya que con poco dinero compré de dos a tres artículos que en Wallmart me hubieran costado el triple. Pero no es sólo el ahorro, es gritarle al mundo que me compré un estuche para cargar plumas con una jirafa verde que muy probablemente se rompa en 3 semanas y qué. Porque es mi dinero y hago lo que quiera con él.

En mi última visita adquirí un reloj de pared. Lo encontré en un estante acompañado de otros fabricados también de plástico y supe que lo necesitaba. No sólo por la utilidad de tener quien me indique la hora del día, si no porque el reloj tiene mucha personalidad, a diferencia de su infantil vecino con carátula de Mickey Mouse. Éste tiene colores vivos y números en letra de molde. La orilla es negro brillante, por lo que le hace juego a mi computadora de escritorio.

Lo primero que hice al llegar a casa fue quitarle esa envoltura de celofán y robarle una pila al control remoto de la televisión para que funcionara. Puse un clavo junto a la puerta del estudio, ajusté la hora con la perilla y le coloqué un corazón que le diera vida y lo hiciera latir.

Tac-Tac-Tac-Tac lo escuché y sonreí. Con cada segundo, una aguja comenzó a recorrer los colores verde, amarillo y morado de la carátula. No era el clásico Tic-Tac Tic-Tac; sabía que éste reloj tenía personalidad y su sonido era la evidencia.

Me senté en el viejo reclinable donde suelo leer y eché mi cuerpo hacia atrás. Cerré los ojos para escuchar su latir. Tac-Tac-Tac-Tac. Mientras tuviera pilas, nunca más iba a estar sola. Reloj me acompañaría durante esas compras en ebay, en la lectura semanal del TVNotas y opacaría a Fernanda Familiar. Reloj sería mi guía, mi gurú, mi capataz.

Tac-Tac-Tac-Tac, me habló Reloj para indicarme que ya era hora de comer; que dejara a un lado esa revista y la vida de Belinda porque tenía que atender otros asuntos más importantes.

Tac-Tac-Tac-Tac, me habló Reloj por la tarde cuando la hora de sacar a mis perros a mear se acercaba. Si me tardaba de más, corría el riesgo de encontrar charcos amarillos en mi sala, me advirtió.

Tac-Tac-Tac-Tac me habló Reloj por la noche cuando chismeaba por las fotografías de mis amigos en facebook y me advirtió sobre los peligros de intimidad y cómo el internet se me está haciendo un vicio feo.

Me levanté de mi asiento y puse mi rostro frente al del Reloj. Mi comprita salió bastante mandona; casi como un militar que en base a gritos y madrazos quiere demostrar su superioridad. O como un esposo que interroga en que inviertes cada segundo de tu tiempo, o peor aún, como mi consciencia que me persigue y me reprende en cada actividad.

Le hablé claro y directo. Tú sólo estás aquí para indicarme la hora. La decisión de lo que hago o dejo de hacer es mía y nada más. Tac-Tac-Tac-Tac me contestó insolente. Decidí ignorarlo, cerré la puerta del estudio y me fui a descansar. Mi habitación está un pasillo después y mientras veía la novela no escuché a Reloj ordenándome qué hacer. Por fin entendió cual es su lugar en mi vida, pensé; aún así, decidí dormir con la puerta cerrada.

A media noche Reloj me despertó con sus Tac-Tac-Tac-Tac y comenzó a hostigarme. Tac. Un segundo menos. Tac. Ya se fue otro más. Tac. ¿Qué estás haciendo con tu vida?. Tac no puedes contra mí. Tac soy mejor que tu. Tac. Un segundo menos para morir.

Me levanté de la cama tirando las cobijas al piso. Me calcé en las pantuflas y pisé con fuerza el piso, para contrarrestar los gritos de Reloj. Antes de abrir la puerta del estudio me tranquilicé y respiré profundo; tal vez sólo era un sueño, tal vez Reloj se sentía solo. Con mi mano tomé la perilla y giré empujando hacia afuera. Los Tac-Tac-Tac-Tac de Reloj me pegaron de frente.

Entendí que el diálogo comenzó roto. Tomé a Reloj de la pared y le quité la pila. Tú te lo buscaste, le dije aún sabiendo que ya no me escuchaba. Bajé las escaleras y abrí la puerta del clóset que se encuentra debajo de ellas. Vi a Reloj por última vez y lo arrojé en ese espacio obscuro. Escuché como sus curvas chocaron un par de veces contra más plástico. Quizá lo hizo contra ese radio AM en forma de gato que captaba más interferencia que señales, contra el foco que no embona en ningún socket, contra el aceitero/vinagrero que terminó revolviendo ambos líquidos o contra la torre de CDs con las canaletas destruidas.


Buenos días corazón

Para Coátl
Que escribió los diálogos


No sé si la sueño porque la escribo o la escribo porque la sueño. Eso no es lo importante, me repito, Lo importante es terminar esta jodida novela. Tampoco es importante lo que aún duele cuando escribo recordando esa imagen de sus piernas apenas cubiertas por la falda a cuadros del uniforme, mientras recargaba la planta un pie en la pared de la Prepa Norte. Cuando con libros y bolso en brazos, Jimena dedicaba su alma a esperar y a esperar. En esos mediodías en los que los rayos del sol atacaban su cabellera negra haciéndola brillar con violencia y cómo esa larga crin era levantada por el viento que ocasiona el ir abrazada de un tipejo en moto.

Entonces no me quedaba más que tomar el minibús y recargar mi frente en la ventana para contener la rabia de saberla tan no-mía a pesar de los ¡Buenos días corazón! que a diario sus labios egoístas me dedicaban. No me quedaba más que derrumbarme durante esas tardes grises en las que la sabía en otros brazos, en otros ojos, en otra boca. No me quedaba más que esperar a otra mañana, cuando con un beso en la mejilla refrendaba nuestra amistad. Nuestra eterna y puta amistad.

Así pasaron 365 días y otros 365 más. Llegó la universidad, llegó Buenos Aires, llegaron otras mujeres a quienes no les importaba mucho el que fuéramos amigos o no, siempre y cuando estuviéramos en pelotas. Atrás se quedaron esas tardes en las que me ahogaba por un amor infantil por quien sólo quiso una amistad.

La misma amiga que hoy esperé tomando café en el restaurant de siempre. Jimena entró apurando los tacones y pude anticipar la felicidad que cargaba a pesar de tener sus manos ocupadas entre papeles, bolso y su laptop.

-Buenos días, soñé contigo- dije dejando la taza en el plato- ¿Cómo te fue ayer?

-¡Buenos días corazón!, pues me fue muy bien- me contestó besándome en la mejilla. Sonreía y sus ojos me pedían que siguiera con la entrevista mientras tomaba su lugar frente a mí.

-¿La pasaste bien?- pregunté para satisfacer su imperiosa necesidad de contarme. Ella volteó para pedirle a la mesera otra taza de café, y volví a ver esa crin volar. Colocó sus manos en las mejillas mientras recargaba sus codos sobre la mesa. “Enamorada” fue mi diagnostico y espere la confirmación con su respuesta.

-No es un patán- dijo ella con una sonrisa chueca y la mirada que tantas veces atravesó la mía.
-Es bueno saberlo- respondí. -Entonces, ¿ya estas enamorada?

-¡No para nada!- respondió mientras bajaba las manos para estrecharlas y desvió la mirada. Sonreí ante una mentira tan mala, hasta da vergüenza demostrarla. Todo estaba dicho y el diagnostico confirmado.

No es un patán, repetí en mi cabeza mientras daba otro trago al café. Tampoco lo habían sido Jorge, Eduardo, Leo, Christian, Edgar, Israel, Raúl, Renato, Octavio, Javier… y los demás que terminaron partiéndole la madre a Jimena y de pasada a mí, cuando tuve que recoger esos pedacitos en la idiota esperanza de ser notado.

Y recordé: Jimena lloraba en una habitación obscura de paredes altas y cortinas de terciopelo. Jimena desnuda recorría mi cuerpo con sus labios y dejaba un camino de lágrimas. Gotas de arrepentimiento por haber necesitado de tantos nombres para enterarse de lo absurdo que era el haber vivido en la negrura de un mundo sin mí, sin nosotros, sin estar atados por entero y sin remedio. También estaba yo; la actual prominencia de mi abdomen había desaparecido y en su lugar estaba ese raquítico adolescente con el corazón acelerado y las manos nerviosas que sentían todo.

-¿Más café?- Preguntó la mesera interrumpiendo el recuerdo del sueño de la misma forma grosera que mi alarma lo había hecho unas horas atrás.
-Si por favor- Respondí de inmediato y tratando de disimular.

-¿Y qué soñaste corazón?- Me preguntó Jimena después de mi silencio.

-Nada, el sueño viejo que íbamos a Buenos Aires y caminábamos por Avenida de Mayo. ¿Recuerdas?

-Sí, ¿otra vez?, debes de dejar de contarlo tanto, ¿qué tal si por contarlo ya no se hace?

-Tienes razón… será mejor escribirlo, pues, no dicen nada acerca de escribirlo. ¿Cierto?

-Cierto… ¡pero igual y tampoco se cumple!

-Puras supersticiones, cuando menos te lo esperes estaremos aterrizando en Ezeiza- No esperaremos nada, idiota. Me dijo aquél que habita en mi cabeza y que sabe que en unos meses estará recogiendo los pedazos de Jimena que deje este nuevo patán.

sábado, 24 de abril de 2010

El color de la vocación

Para Osvaldo,
quien hace sacrificios por la amistad


El irme de cantinazo con Rodrigo se ha vuelto una tradición mensual que espero con más emoción que la regla. Todo comenzó un día que le conté que me había ido sola al “Chava Invita” y que el dueño del legendario tugurio había intentado emborracharme con tequila para quien sabe qué fines poco honestos. Rodrigo me conoce desde hace muchas borracheras y sabe lo que la jalisquilla bebida me provoca, por lo que se ofreció a acompañarme en mis tours cantineros como noble escudero de lo que me queda de decencia.

El jueves pasado le tocó el turno al bar “El Luchador”. Nos decidimos por el lugar ya que de sus puertas de madera corroída colgaban tres avisos en cartulinas de color chinga-pupila:
  • JUEVES de Arrachera
  • 130 pesos la CUBETA de 6 cervezas
  • Se solicita mesera BUENA
La cantina está ubicada en el inicio de la zona de mala muerte de la ciudad, por lo que es común toparse borrachines meados en el piso que advierten los peligros del exceso del alcohol. Pasadas las puertas retráctiles, encontramos que sólo había dos mesas disponibles por escoger. Un ChicoTec de escasos 20 años tomaba cerveza recargando su puesto flácido sobre la mesa; tenía los ojos cristalizados y el rostro descompuesto. No había que ser brujo para deducir que intentaba calmar con alcohol un mal de amores. En la orilla pegada a la cocina, un viejo raboverde ojifeliz se almorzaba las piernas de la mesera. Un par de vendedoras de caricias platicaban con entusiasmo en una de las mesas de entrada.

Rodrigo me guió a una de las mesas cercanas a la barra, dándole la espalda a las señoras. Estas si son cantinas, me dijo mi acompañante mientras señalaba los cuadros que colgaban en la pared: fotografías deslavadas por el sol que enaltecían las hazañas heroicas del pancracio mexicano y chicas con poca ropa y muchas curvas. Ir a las cantinas fresas es como ir a Disneylandia, le dije dándole la razón. Supongo que por eso Rodrigo y yo somos amigos, preferimos la realidad a la fantasía, aunque ésta tenga baños apestosos.

En lo que llegaban las cervezas, me dediqué a leer en voz alta los letreros que colgaban de las bebidas de la cantina en las que se exalta el honor etílico y el florido léxico mexicano. Cuando nuestra mesera puso la cubeta metálica llena de Victorias sobre la mesa de plástico blanco, procedimos a brindar.

Consumimos las seis cervezas acompañadas de un picoso caldo de camarón, canciones de José José patrocinadas por el abandonado ChicoTec, arrachera con tortilla y salsa, el flashazo de los calzones de la VendeCaricias en medias de red, tostadas de médula y camarón, un borrachín que no recibió más que agua debido a que tenía antecedentes deudores y una muy agradable plática.

A pesar de que Rodrigo es gran conocedor de estos tugurios de mala muerte, es muy correcto y decente, por lo que evitaba ver las piernas de la mesera o las lonjas de las VendeCaricias. En la barra encendieron un anuncio chinga-pupila de “Corona”, por lo que el llamado estaba más que hecho y pedimos una cubeta más. Con la quinta cerveza los ojos de mi amigo se comenzaron a desviar a las piernotas de la mesera, por lo que traje a la conversación el letrero que habíamos visto en la entrada; discutíamos si la palabra BUENA del anuncio de empleo lo hacía en solicitud de la habilidad para atender mesas y borrachos o al físico de la portadora.

-¿Vas a dejar este trabajo amiga?- Le preguntó Rodrigo en un ataque de valentía a la mesera en minifalda.
-Si pues -contestó- Lo que pasa es que comienzo la escuela y necesitan un reemplazo.
-Ah que bien. ¿Tú crees que mi amiga aquí sentada sirva para eso de atender amablemente a los borrachos?

La mesera sonrió y yo escupí el trago de mi sexta cerveza reprendiendo la desfachatez de mi amigo quien reía a carcajadas nerviosas. Rodrigo empezó a alabar mi capacidad para caminar derecho y esas noches heroicas en las que hábilmente me he quitado a varios borrachos de encima. La mesera me ofreció su falda en préstamo y desde su mesa el par de VendeCaricias me animaban con sus aplausos.

Buscando convencerme, Rodrigo me pidió un tequila y desde su guarida, el cantinero aseguró que era cortesía de la casa. Tomé el caballito a dos tragos y accedí a cambiarme de ropa con la mesera, ante el aplauso eufórico de los borrachos del lugar.

Salí del baño en minifalda, con libreta en mano y sujetando mi pelo con una pluma Bic. La falda me quedaba un poco grande, ya que haciendo honor a la figura de nuestra mesera, sus nalgas eran más frondosas que las que mi madre me dio.

-¿Qué desea ordenar joven?- Le dije a mi amigo, quien ya tenía una grave risa alcohólica.
-Diles papito si quieres propina grande- me asesoró la experta que ahora usaba pants.
Entonces me dirigí al ChicoTec.
-¿Quieres otra papito?- Le dije al joven de corazón partido sonriéndole muy cerca de sus húmedos ojos. El chillonsito sonrió y asintió con la cabeza.
-¡Cantinero otra pacífico!- solicité con voz enfática.

Segura de poder controlar mis erráticos pasos, caminé hasta la barra donde me esperaba la cerveza y el cantinero, quien me señaló una charola donde la tenía que colocar. Con precisión matemática, centré la botella y con soltura la llevé en alto hasta mi primer cliente. Bajé la charola sobre la mesa y el adolorido ChicoTec me agradeció con una sonrisa.

Acto seguido, solicité una tostada a la cocina para Rodrigo, llevé la cuenta a las sonrientes VendeCaricias –recibiendo a cambio una gran propina- y esquivé con maestría la mano del borracho de la esquina que iba directo a mis nalgas. Ya comenzaba a caer la tarde por lo que las luces chinga-pupila del lugar se encendieron; ayudé al ChicoTec a elegir canciones de adolorido en la rockola, destapé cervezas y limpié el resto de comida y alcohol que tenían las mesas desocupadas.

Me sentía feliz de haber nacido con esa habilidad innata de meserar y de haber encontrado mi verdadera vocación. Mis clientes y colegas estaban de acuerdo, por lo que ovacionaron mi trabajo entre vivas y aplausos. Agradecí con una reverencia. Sin embargo, al agacharme y doblar las rodillas, la falda decidió resbalarse hasta mis pies, dejando en evidencia mi gusto por los colores chinga-pupila en la ropa interior.

martes, 20 de abril de 2010

El ángel escritor

-¡Joder!, tanto gilipolla cargando regalos que creen que la navidad es un espíritu, cuando en realidad es una puta estrategia mercadológica de Dios- decía Ángel en voz alta mientras caminaba. Su voz era triste pero enfática.

-¿Cómo?- le pregunté.

-Dios siempre elige el argumento de todas las historias de Noche Buena y Dios es un cursi- aseguró.

Ángel vestía una gabardina gris, camisa amarilla, sombrero de copa y shorts. Pensé que era un loco más de esos que hablan solos y caminan por la Gran Vía durante las fiestas decembrinas, sobre todo porque el aire frío no estaba como para andar usando shorts.

La gente me empujaba hacia adelante evitando así que escuchara lo que Ángel me intentaba decir. Caminé a contra corriente, siguiendo el sombrero que sobresalía entre el gentío. Entonces le propuse que me contara más, pero en un lugar menos congestionado. Con una sonrisa tímida pero sincera, me siguió hasta San Ginés. Ya con chocolate y churros servidos, Ángel me comenzó a contar.

En el cielo, existe una corte de ángeles que se dedican a escribir historias e iluminarlas en la gente. Al parecer, es una enorme corporación en la que existen editores, traductores, recopiladores, actualizadores, inspiradores y por supuesto, escritores. Todos ellos están divididos en ramas que dependen del tipo de religión y formato de los textos. Ángel me dijo que él estaba en la rama cristiana y para su mala suerte, en los cuentos de Navidad. Y es que éstos eran directamente supervisados por Dios; “y Dios es un cursi” volvió a decir.

Ángel comenzó a sonreír cuando recordó que en sus tiempos de novato, él escribía mitología escandinava.

-Todo se valía- me aseguró sonriendo mientras sopeaba su churro en la taza del espeso chocolate- Inventé bestias, elfos y gigantes, lenguajes. Revolví deidades, creé semidioses, decidí destinos. Pero ahora, con el auge monoteísta todo acabó-

Para mi sorpresa, Ángel se empinó toda la taza de chocolate de un par de tragos. Me preocupó que se pudiera causar un choque diabético, pero él lo hizo como si se tratara de cerveza y continuó:

-Cuando me cambiaron al área de cuentos de Navidad intenté innovar, proponer. Todas las historias hechas hasta el momento eran cursis y poco inteligentes. Enfocadas mayormente a los niños y a la mercadotecnia; los ridículos cuentos tratan al lector como retrasado, como si una historia bonita pudiera ocultar la maldad en el mundo- dijo con rencor mientras se tomaba la tasa completa de chocolate.

-Pero así son todas las historias que yo conozco, ¿entonces qué escribiste?- Le pregunté.

-¿Conoces Canción de Navidad? ¿El Cascanueces? ¿La niña de los fósforos? ¿El soldadito de plomo?- me preguntó alzando la voz. Yo asentí a cada pregunta. Ángel se detuvo un instante, como si escogiera las palabras por decir. Volvió a tomar chocolate de su taza, lo que me sorprendió; no me había dado cuenta que pidiera más. Sin embargo, no quise poner atención en eso y dejarlo continuar.

-En la historia original de Canción de Navidad, el niño chantajeaba sentimentalmente a Scrooge por ser discapacitado y lo torturaba por las noches. Al soldadito de plomo lo funden en balas con el que asesinan al niño que lo separó de su amada bailarina. La gran batalla en el Cascanueces fue provocada porque la niña drogó con opio- dijo arrastrando las “r” y las “a” –Yo escribí todas ellas, pero por órdenes de Dios, el editor cambió todas mis historias y las hizo una mierda cursi.

La interminable taza de chocolate seguía inyectándole energía para contarme historias: Santa Claus era un ladrón al que una vez sorprendieron entrando por la chimenea, los árboles empezaron como un negocio canadiense, etcétera. Su comportamiento era de un borracho altanero y malacopa, por lo que cuando comenzó a insultar a Dios y a escupir al cielo, pagué la cuenta y lo saqué de ahí. Como apenas y podía caminar, lo sostuve pasando su brazo por mi cuello.

Pedí un taxi y lo llevé a mi departamento. No tenía corazón para dejarlo tirado en la calle y Ángel seguía asegurando que venía del cielo y que era escritor. Mientras caminaba en zigzag por la sala, noté que tenía el rostro rojo y arrastraba aún más las palabras al hablar. Había leído sobre mentirosos compulsivos e hipocondriacos, por lo que supuse que mi ebrio acompañante tenía una combinación de esos dos problemas, ya que físicamente es imposible emborracharse con chocolate.

Fuera fingido o no, decidí que debía bajarle la borrachera a Ángel y lo metí a la ducha. Lo llevé al baño y cerré la puerta tras él y se recargó contra la pared. Abrí la llave caliente y mientras escuchaba como caía el agua en el piso, comencé a desnudarlo. Desabroché su camisa y tomándola junto con la gabardina, tiré de ambas prendas hacia abajo. Fue necesario que diera dos tirones más para dejar su torso desnudo. Ángel era alto, por lo que la actividad de desnudarlo requería un esfuerzo mayor. Suspiré al arrodillarme a la bragueta del short; desabroché el botón de la cintura, bajé el zipper y la prenda resbaló sin complicaciones, por lo que tomé el calzón de las caderas y lo bajé.

Cuando su pubis quedó al descubierto, lo que vi me conmocionó. En realidad, lo más impactante fue lo que no vi, ya que Ángel carecía de vellos, de pene y de testículos. No podía creerlo, por lo que comencé a tocarlo para confirmar lo que decían mis ojos. La piel era suave y tersa, sin duda mis dedos disfrutaban el recorrido. Estiré el dedo índice y me dispuse a recorrer la parte donde se juntan sus muslos. Apenas comenzaba mi exploración, cuando escuché una risa débil seguida de un aleteo que aventó un chiflón de aire. Volteé hacia arriba y vi como un par de alas de plumas blancas se expandían por su espalda.

Aún dudo que sea escritor.

lunes, 12 de abril de 2010

Tres pedazos de Norberto

Para los Muñoz
I.
Trabajar como Ingeniero Civil era ventajoso para Norberto. No sólo le proporcionaba la libertad de recorrer el norte del país manejando con un cigarro en mano, sino que también le daba la oportunidad de visitar y vigilar a todas sus viejas e hijos. Y es que a mediados del siglo pasado, el tener un harem bien administrado no era motivo de escándalo. Con tener a todos bien vestidos, alimentados y estudiados era suficiente.

El título de egresado del Politécnico que aún cuelga en la sala regresa a un hombre moreno, de orejas largas y pequeños e inquisidores ojos. Cuca admite que no era guapo y se sonroja un poco cuando le preguntan que le vio a Norberto. Esas cosas no se dicen contesta ella, pero es bastante obvio que Norberto eligió a Cuca como madre de su segunda familia por las amplias caderas, los enormes ojos negros y la boca carnosa. Esa prole se quedó en 5 hijos y durante mucho tiempo, estuvo fincada en Chihuahua.

Una noche de otoño una patrulla llegó a su casa. Cuando el ruido de la sirena que acompañaba a esas luces azul y rojo calló, un niño de grandes orejas y la mirada en el piso bajó del auto. Un policía le explicó a Norberto que su hijo había estado apedreando la estatua que honra la memoria de Pancho Villa.

El vándalo conocía la idolatría del padre por el héroe / bandido y lloraba por anticipado por los cinturonazos que estaba a punto de recibir. Hubiera preferido compartir una celda llena de miados y delincuentes que enfrentar con las nalgas el castigo del padre.

Ya dentro de la casa, madre e hijos aguardaban con espanto el castigo. Por delante entró el pequeño infractor y ahora su llanto estaba acompañado de gritos de arrepentimiento. El ceño fruncido y los ojos parpadeando de Norberto hacían esperar lo peor. “¡Ah que hueco tan exagerado!” Dijo Norberto burlándose del llorón y a coscorrones lo mandó a su habitación.

II.
Es verano en el Distrito Federal y la casa está llena de niños. Sus padres los abandonaron ahí sin una razón aparente, para que jueguen, nomás. El pelo entrecano que le queda está peinado hacia atrás y muestra una gran frente morena. Un bigote fino sobre la boca le sigue dando a Norberto ese aire de sofisticación que alguna vez le consiguió muchas viejas.

Norberto acomoda sus largas piernas en la mecedora, mientras toma un caballito de tequila. Una bandada de chiquillos salen corriendo de los cuartos de la casa al grito de “¡Huercos! ¡Vengan para acá!”. Se sientan en el piso, alrededor de la mecedora del abuelo para escucharlo contar historias de Pancho Villa y de los días en que vivió en Parral.

Las caritas atentas escuchan como si fuera la primera vez, la historia del día en el que Norberto fue a ver el coche que aún tenía el cuerpo tibio del centauro del norte, cuando corrió a verlo después del ruidajero que armaron los balazos que acabaron con su vida. “¡pum, pum, pum!” mataba el abuelo a sus nietos con las manos que simulan una pistola. Entre risas, los niños caen al piso sólo para levantarse de un brinco y corretearse alrededor de la mesa.

Desde la cocina, la regia voz de Cuca reprende al marido: “¡Norberto, no aloques a los niños!”. Pero ni los niños o el abuelo hacen caso y cruzan una mirada de complicidad. El abuelo se sirve más tequila y permite que los niños metan un dedo al caballito. Al probar la bebida de adultos, los niños vuelven a correr y dan vueltas en círculos hasta marearse y asegurar que están borrachos.
Por la tarde, los padres recuerdan que habían abandonado a sus hijos y vuelven a la guardería familiar. A regañadientes, los niños se despiden. Con los brazos pegados al cuerpo, doblan los codos ante el ¡Póngase fuerte! del Norberto, quien los toma de los codos y los levanta sus casi 1.80 metros para darles un beso en la frente.

III.
El frío invierno del bajío no se siente en aquella casa atiborrada de gente. Los hombres se emborrachan, los niños se esconden de sus madres y los adolescentes se besuquean en las esquinas. La fila para los tacos de guisos sea comenzado a alargar y casi llega a la esquina en donde está sentado Norberto, quien tararea algún corrido mientras mueve la cabeza y el pie.

Norberto no sabe porqué está ahí, de quien es la casa o porqué hay tanta gente. Una fina capa blanca se extiende sobre sus ojos y se extiende hasta su mente. Pero como todos están contentos, él también lo está. “¡Pst, huerco! ¿Pa’ qué es la fila?” Pregunta a un comensal y como respuesta recibe unos tacos. Come aunque dice que no quiere. Vuelve a preguntar y recibe una dotación más. Vuelve a decir que no, pero se los termina.

Un joven vestido de mezclilla se le acerca con un vaso rojo. Toma abuelo, le dice sonriendo. A lo lejos, la voz de Cuca se escucha amenazante “Beto, deja de estar emborrachando a tu abuelo” “Es coca-cola abuelita” contesta el nieto. Norberto da un trago generoso seguido de una sonrisa de satisfacción.

“Pst huerco” grita Norberto sacudiendo el vaso rojo desde su esquina. El nieto obedece, rellena el vaso con cerveza, lo acompaña con un cigarro y se sienta a su lado en silencio mientras ven a las mujeres que bailan cumbias. Norberto le pega con el codo y, alzando las cejas, señala el enorme trasero de una de las bailarinas.

miércoles, 7 de abril de 2010

Torta de Tamal

-¿Torta de tamal otra vez?- Reclaman el par de niños tapados hasta las orejas. Los furiosos ojitos negros reprenden sin éxito al padre, quien contiene la risa que le provoca el adivinar las caritas de enojo que se encuentran por debajo de cada bufanda. -¡Se la comen, dije!- Les ordena con fuerza, mientras recuerda que a él tampoco le gustaban las tortas de tamal.

Fue en el amanecer de otro invierno cuando Miguel llegó al paradero del metro La Raza, tras sortear una multitud de coches mientamadres que en Insurgentes Norte casi acaban con su esquelética humanidad. La gente se multiplicaba, lo que le dio la impresión de que todos los habitantes de la ciudad se dirigían al mismo lugar que él.

Había llovido la noche anterior por lo que el frío intensificaba la nostalgia por su adorado y jarocho calor. Estaba a punto de entrar al metro cuando un olor a atole de guayaba llegó hasta su nariz. Pensó que no era mala idea saciar su estómago y calentar su cuerpo, así que se acercó al puesto de tamales.

La tamalera no parecía tener frío; con los brazos descubiertos y gritos en la boca, atendía a 3, 4 y hasta 5 chilangos hambrientos a la vez. “¡Rojo pa´ la güerita! ¿En torta seño? ¡Dos de dulce y un champurrado pa´l joven! Ya te atiendo reinita…” Miguel se acercó abrumado ante tanta presteza al despachar.

¿De qué quiere joven?- preguntó la tamalera. Pero Miguel no escuchaba; tampoco oía el claxon de los automóviles, los apurados pasos de aquellos que iban tarde o los gritos de otros puestos. No sentía frío, ni olía la fritanga. Todos sus sentidos sólo se dedicaron a ver.

Parada junto a una de las ollas rebosante de tamales, estaba ella: alta, maciza y con unos enormes ojos negros. Una gorra color violeta contenía parte del pelo largo y dejaba el resto a merced del viento matutino. Los blancos dientes mordían la torta con bocados grandes y atragantados. Bebía champurrado y su boca exhalaba al tragar, dejando su respiración dibujada en el aire transparente. Pidió una torta más. Alicia comía con ganas, pero sin prisa ni modales. No pensaba en carbohidratos o en Miguel, quien hipnotizado, sólo asintió a la pregunta de la tamalera, con lo que recibió una torta de tamal. Con timidez, Miguel, mordió la torta. La mezcla de masa con pan se apelmazó en su boca provocándole una nueva y extraña sensación. Haciendo un esfuerzo por tragar y para ayudar a su garganta, bebió un trago de atole de guayaba sin darse cuenta que estaba hirviendo. La lengua quemada lo sacó de su estupor visual, escupió el mazacote que había formado en su boca y comenzó a maldecir. Una enérgica carcajada salió de la boca de Alicia abriendo las nubes que ocultaban al sol y cortando el viento que aporreaba los puestos del paradero. Miguel recuperó poco a poco su lengua, su vista, su olfato y su entereza. Acomodándose la gorra, ella le ofreció una servilleta y una sonrisa.

Varias tortas de tamal después, también le ofreció una ciudad vigilada por montañas, donde parece que no cabe una vida más, pero quiensabecómo se acomodan. Un lugar que retó sus miedos, que lo hizo crecer y enamorarse. Una enormidad de luces que envidian las estrellas y que ambos miran desde ese departamento muy cerca del Periférico.



Publicado en la revista Donde-Ir, marzo 2010