jueves, 27 de marzo de 2014

De las cosas que me pasaron con la Emperatriz de Lavapiés

Para los secuaces de Horizontal  _0_

Antes

Tomé La Emperatriz de Lavapiés del librero y su portada me hizo sonreír.  Como cuando veo esas fotografías con mis amigas de la prepa, en las que abrazadas de los hombros sonreímos al camarógrafo.  Todas con los labios rojísimos y la falda del uniforme sobre las rodillas.  Sonrío porque me acuerdo de los minutos previos a esa foto, cuando al terminar el día de escuela corríamos al baño y frente al espejo nos rolábamos el lipstick, intensificábamos el maquillaje de los ojos y compartíamos miradas de complicidad al doblar la falda por la cintura para enseñar esos centímetros de muslos que las monjas nos prohibían.  En esos días, solíamos compartir lipstick, los novios y hasta la rubiola.

En la portada del libro un clavel, igual de rojo que mis labios de preparatoriana, está sobre la barda de uno de los balcones del Palacio de Cibeles de Madrid.  Hacia abajo, la famosa calle de Alcalá. Todo es gris, excepto el clavel.  En mi memoria, la foto es gris, excepto nuestros labios.

«Hay hombres que se acercan al mostrador de una aerolínea con la secreta convicción de que van a morir.  Quizá porque viajar es morirse un poco.  Uno viaja con lo que pueda llevar en la memoria y lo demás se queda suspendido en los recuerdos como un exceso de equipaje.»

Esas primeras líneas me amarraron al libro y me senté en el piso de la Gandhi a seguir leyendo.  Pocas semanas atrás yo también había estado en el mostrador de Aeroméxico, pero al contrario de Pedro Torres Hinojosa, yo estaba en Barajas, muriendo un poco y dejando para siempre a mi Madrid. 

En esos días usaba el pelo rojo y vestidos de verano.  Mi acento madrileño parecía molestar a los demás, en especial el vale.  ¿Vale qué chingados? Me decían, habla como pinche mexicana.  Así que me tenía que joder de todo lo que echaba de menos y aguantar mi reflejo madrileño en el espejo sin tener a esos adorables viejitos que lo chulearan. Tienes que superar Madrid, ya estás de vuelta, me repetía como un mantra.

Conforme leía la historia del hombre de 70 años que vuelve al Madrid que dejó hace 60, y que busca al amor que perdió hace 40, las fotografías que mis ojos habían tomado unos meses antes, comenzaron a revelarse: ángeles, diosas, caballos, búhos, alpargatas, faldas, pelucas, tortilla de patatas, tapas y ensaladas. Las calles mojadas, el cielo sin nubes. Todo fresco, todo a colores.

A las pocas páginas que leí me di cuenta que comprar La Emperatriz de Lavapiés sería no superarlo.  Así que tomé Instrucciones para vivir en México, cerré mi álbum mental y salí de ahí.

Espero que si Jorge F. Hernández alguna vez lee estas líneas, me perdone que lo haya cambiado por Ibargüengoitia.

Durante

Hay libros que no deben comprarse porque es mejor que lleguen cuando ellos así lo deciden.  Son esos ejemplares que alguien más leyó, que te regalan, que encuentras liberados en una banca o te los robas de una biblioteca.  Son libros que saben que no pueden darse el lujo de ser de esos que compras y se quedan empolvándose en un estante o soportando a otros libros dentro de una caja.  Porque hay libros que son sabios y saben que no es su tiempo.

La Emperatriz de Lavapiés llegó a mí directo de las manos de su creador: Jorge F. Hernández. Durante 5 días, el grupo de mueganitos de Horizontal, mi grupo de escrituras, habíamos compartido conferencias, talleres y cantinas en el Festival de Escritores de San Miguel. El libro compartía una bolsa de Farmacias del Ahorro con sus hermanos y Jorge, como quien alimenta a las palomas con paciencia, uno a uno los regaló. Y como palomas de iglesia, estábamos ansiosos y emocionados.  Extendí la mano cuando Jorge repartía Milonga para una intrusa, pero fue entregado a mi marido. 

Ocho años después, me reencontré con La Emperatriz.  Comencé a leerlo durante la última conferencia. 
 
Volví a mi Madrid en cada esquina que doblaba Don Pedro.  Recordaba lo cansado que es subir por Alcalá y cuando me perdí en Lavapiés y terminé en una tabernita donde cada botella de vino tenía pegado un dicho.  Mientras lo leía, saboreaba las tapas de jamón en la cava baja y salivaba con el rojísimo vino.  Por alguna extraña razón, Don Pedro no repara en los azulejos cuenta historias que tienen el nombre de la calle en cada esquina del centro.  Mi preferido es el de la calle Ave María, en el que se recuerda que ahí descubrieron ataúdes y esqueletos enterrados de un supuesto burdel. Otros azulejos son una alegoría del nombre de la calle, como Carretas, con una carreta y sus vacas o Bailén con dos parejas a punto de bailar.

Sabía que volverían aquellas fotos que sentada en el piso de la Gandhi corté: un ángel con shorts, tirantes y boina sentado sobre una pelota enorme y saltarina. Las alpargatas rojísimas que usé en la fiesta mexicana, cuando en la barra libre agandallé diez cubas de presidente añejo y terminé disertando sobre el sincretismo de mi tortilla de patatas con chile.  El búho junto a la Cibeles que tomaba por la noche para volver a mi piso. La falda azul que se levantaba con el aire en las escaleras del metro. Las nocheviejas en Sol con peluca morada y pantalones entallados. Los besos con desconocidos en las calles mojadas de esas madrugadas de marcha. Las cañas con los amigos al salir de la escuela y las cenas con ensalada y aceite de oliva que preparaba con mi mejor amiga.  Han pasado nueve años y  ahora sé que Madrid no se supera. 

La Emperatriz no tiene búhos, ni pelucas, ni ángeles, pero las fotografías regresaron con todos sus colores. Durante algunos instantes, también regresó mi acento: leía en voz baja los diálogos de Don Cayetano y Vicenta y reía.


Después

Por supuesto que ansiaba encontrar a mi Madrid en la Emperatriz de Lavapiés.  Lo que no esperaba era encontrar a Norberto.

«Nada nos es desconocido en tanto que lo reinventamos con la memoria. »

Quisiera recordar si sus zapatos eran tipo Oxford o si solía andar con un paraguas al igual que Don Pedro. Lo que sí recuerdo es que utilizaba trajes obscuros y sombrero.  Pero más allá de las coincidencias físicas, Don Pedro y Norberto eran a veces fugitivos, a veces presa y a veces mártires de su memoria y de sus recuerdos.

Norberto me pedía que pegara los brazos al cuerpo y doblara los codos.  Se agachaba un poco y con las palmas me tomaba de los codos y me levantaba hasta su altura para darme un beso en la frente.  Yo tenía cinco años y él casi dos metros de estatura que, a sus sesenta y tantos, no habían disminuido ni un solo centímetro.

Recuerdo también que nos contaba historias de Pancho Villa: cuando tomó Zacatecas, cuando invadió a los gringos.  Desde que mi abuelo era un escuincle que vivía en Parral y  fue a verlo en aquel Ford en el que murió acribillado, Pancho Villa pasó de ser un semihéroe de la Revolución Mexicana a un Tío cercano.

«Los recuerdos o son algo recuperado por la memoria o son algo perdidos con la amnesia

Viví en casa de mis abuelos de Tlanepantla cuando estudiaba primero de secundaria.  Una tarde estaba haciendo la tarea en el comedor cuando Norberto entró temblando.  Me acaban de asaltar unos rufianes, nos dijo a mi mamá y a mí.  Me pusieron la navaja en la espalda y se robaron mi reloj. Mamá corrió por un vaso de agua y un bolillo para que se le pasara el susto.  La palabra “rufianes” rebotó en mi cabeza lo que quedó del día.  Mi abuelo solía usar palabras así de raras.

Aquel reloj era de oro y tenía una cadena que amarraba a su saco.  Norberto volvía del Municipio, donde gestionaba una estatua de Pancho Villa.  Su legado debe ser conocido por la juventud, decía.  Cuando mi abuela se enteró del asalto, se armó la trifulca. Que si no debe andar haciendo de  payasadas, que con estatua o sin estatua nadie se acuerda o acordará.

«La memoria no es más que tiempo y eso ha de tener tanta profundidad como las aguas de un océano desconocido

No sé qué pasó con las gestiones para la estatua, pero supongo que los ayuntamientos no son muy dados a apoyar las ideas quijotescas de un anciano.  Al poco tiempo nos fuimos a vivir a Guadalajara y un par de años después, Norberto también se mudó para allá.  El cambio de residencia se debió a la demencia senil que había comenzado a presentarse.

Conforme avanzaban los años, los ojos de mi abuelo se fueron haciendo más pequeños y se cubrieron de una delgada película blancuzca. Nunca estuvo ciego; sin embargo, pareciera que esa película también fue cubriendo su mente y encerrándolo en un mundo donde él era joven y conocía a los demás.

La última vez que vi a mi abuelo Norberto le dije que me iba a España.  Él abrió la boca con sorpresa y sonrió diciendo ¡Oh, España!

            Nunca sabré si sabía quién era yo o dónde quedaba España.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Historia de una mujer que se hace pasar por valiente cuando en realidad es infiel

1
En la primaria tenía una compañera que decía que cabello es el de la cabeza y pelo el de todo el cuerpo. La niña fue mi némesis hasta cuarto.  Sólo por molestarla, yo le decía que eran sinónimos. Sin embargo, ella tenía algo de razón: la raíz latina de cabello es capillus, de la misma raíz que caput, cabeza.

Sin embargo, las palabras que indican la falta de cabello o pelo han tenido a través del tiempo diferente significado: pelado y descabellado.  Mientras que “pelado” se denomina a aquella persona vulgar, de modales corrientes y clase baja, “descabellado” es aquel que hace cosas que van en contra del orden o la razón.  Un insensato.

2
Los judíos jasídicos lo llevan en caireles junto a las patillas por mandato bíblico.  Las monjas y las mujeres islámicas lo ocultan bajo un manto.  Ya no es obligatorio que los jueces ingleses lleven esa peluca blanca llena de rulos del siglo XVIII. Las tribus urbanas también hacen del cabello una forma de manifestar sus principios: los punks lo cortan de los lados y los peinan en picos hacia arriba. Los emos, menos enojados que los punks lo alacian hacia el frente, procurando tapar una parte de la cara, en especial los ojos. Los rastafaris llevan dreadlocks o rastas para enmarcar su mensaje espiritual y naturista. A las mexicanas nos enseñan que el pelo de mujer debe ser largo.  Largo hasta la cintura.

3
Para las mujeres, el pelo hermoso y perfecto sólo lo tiene la de enfrente.  Excepto si eres Jennifer Aniston.

4
Orange Is The New Black es una serie de televisión que se desarrolla en una cárcel para  mujeres. En la serie, cada reclusa tiene un look de acuerdo a su personalidad: Nicky tiene una actitud desafiante que comienza por los ojos negros y rabiosos y termina por el pelo largo y alborotado. Las raíces negras empujan el crespo rubio. Al verla, pareciera que en la cárcel no existen los cepillos. Pero no sólo hay cepillos, también hay un salón de belleza comandado por un travesti, Sophia. Red, la jefa y mandamás de la cocina lo tiene corto y pintado rojo sangre, para que no te olvides que puedes quedarte sin comer si ella lo decide. Piper, la protagonista rubia, usa un pelo corto y aburrido.  Una melena sin chiste comparada al pelo largo y peinado con trenzas y coletas que utilizaba cuando era narcotraficante.  El “era” es importante, ya que Piper, blanca, protestante, educada y en una relación estable, paga por un pasado ilegal al que la arrastró Alex, su examante, a la que reencuentra en la cárcel.  O al menos, eso quieren creer ella y su novio. Conforme avanzan los capítulos, nos damos cuenta que Piper sólo se cortó el pelo.

5
La estética entre semana. Los únicos hombres son gays o menores de 6 años. El chismorreo de la “revista” televisiva es un susurro comparando con lo que se habla entre tijeras, planchas y secadoras. La conversación se alterna entre chismes, modas y hombres en sus distintas denominaciones: hijos, maridos, novios y amantes. Ante la votación popular, ellos son los culpables y las que tienen químicos en el cuero cabelludo, las mártires y poseedoras de la razón. 

La estilista como una especie de cura / bar tender que escucha, reconforta y regaña. La silla frente al espejo, como un segundo (y amañado) confesionario del que cuando te levantas, no sólo tienes un nuevo look, también consigues el perdón.

6
El pelo largo que cae desordenado sobre los hombros, que mal oculta los pezones obscuros, erectos. La rendición sexual de la mujer comienza con su larga y abundante cabellera que cae desordenada en la cama. Dedos masculinos traspasan las hebras lacias y negras o jalan los rulos pelirrojos o acarician el delgado pelo rubio. 

Lo único que importa es que esté suelto y que sea largo.

7
Serle infiel a la estilista se paga caro.  A veces, hasta 10 centímetros de largo.

8
"Es hora de declarar que esta es una historia autobiográfica, y por lo tanto profundamente sincera."


Margo Glantz

Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador

9
Celebré mi cuarto cumpleaños en Chapultepec. No tengo recuerdos de ese cumpleaños, pero tengo un video en el que salgo con un vestido café que llegaba a la pantorrilla. El vestido tenía unas cuatro capas de tela; la de encima era una gasa vaporosa, con holanes en las puntas y en las mangas.  Sin embargo, lo que más me gusta de esa imagen es mi pelo peinado en dos colitas a un lado de cada oreja.  No eran colitas muy altas, pero si largas: llegaban a media espalda.  Mi pelo siempre ha sido grueso, lacio y castaño. Y pesado, muy pesado.  Si lo ataban en una sola cola, me pesaba.  Mi mamá solía estirarlo hacia atrás para atarlo, por eso rara vez andaba despeinada. Lo estiraba tanto, que mis ojos se hacían de “chinita”

10
“Qué le hiciste a mi pelo” me dijo alguna vez un ex.  Y sólo porque lo dejé en una melena sobre los hombros.  Porque a veces el pelo femenino no pertenece a las mujeres.  Pertenece a un ritual amatorio posesivo.  No es extraño ver ante una ruptura sentimental, a mujeres que cambian drásticamente el look. Ante la incapacidad de cortarle el pito, nos cortamos ese pelo que él adoraba. Si a él le gustaba el pelo negro, lo pintamos rojo.  Si le gustaba chino, lo alaciamos.  Lo importante es el mensaje: tú no mandas más, me libero de ti (aunque por las noches sigamos llorando)


11
A los 3 meses de vivir en España, me mudé con Vicky, una peluquera. (Así les dicen allá a las estilistas). Tenía veintitantos años, de piel blanquísima y pelo rubio artificial. Sensible y ruidosa, Vicky me adoptó como su amiga-mascota. Se burlaba de mi acento y me enseñaba a hablar gachupín. 

Antes que mi pelo pasara por su navaja, lo traía casi parejo y unos centímetros bajo los hombros. Cuando llegué a la escuela con su corte, mis compañeros me miraron asombrados. ¡Qué bien te ves! Vicky lo había cortado en capas y el aire de inicios de primavera acomodaba sus puntas hacia afuera sin necesidad de secadora.

Comencé a cambiar mis pinches y chingados por joder y me cago en. Mis pantalones de mezclilla por vestidos y faldas. Cuando llegó el verano y volví a casa con el pelo rojo, la principal “observación” de mis amigos y familiares fue que estaba demasiado gachupina.

12
Creo que es momento de confesar que le fui infiel a mi estilista.

13
Desde hace un año que intento tener el pelo largo.  No mucho, un poco por debajo de los hombros.  Gris, mi nueva estilista, también lo corta con navaja y dando la espalda a espejo.  Así que no soy testigo del cambio, sólo puedo ver el resultado.  Y el resultado de mi último corte fue dramático.

Corto. Muy corto. Tan corto que la parte de la coronilla quedaba con un parado “punk”. Tan corto que no podía meter mis dedos entre el pelo y sentir una melena. Tan corto que hasta los hombres de la oficina se dieron cuenta que me había cortado el pelo.


La opinión general fue positiva. “Valiente” dijeron algunas. Yo no lo quería así, replicaba a pesar de saber que me veía bien. Es como uno de esos trastornos psicológicos en las que se percibe una realidad distorsionada. Hay algo en mis neuronas que rechazan lo que me regresa el espejo.  Porque me veo y veo a las monjas del colegio y a las señoras cincuentonas que se resignaron a vivir sin menstruación y sin cabello. 


domingo, 20 de octubre de 2013

Diablo con vestido azul


¿Te enojas si bailo con la de vestido azul?, me dijo mi marido. Sentí cómo se tambaleaba mientras rodeaba mis hombros con su brazo. ¿Verdá que no te enojas, beibi? 

En un capítulo de Cómo me hice monja, de César Aira, hay un conjunto de minihistorias extraordinarias. La protagonista -una niña de 6 años-, ingresa 3 meses tarde a clase y se encuentra que todos sus compañeritos ya saben leer. La maestra decide ignorarla, por lo que la niña se dedica todo el día a imaginar que sus compañeros tienen algún problema emocional y que ella es su maestra. Uno de los chicos tiene un problema peculiar: Su mamá no sabe que en realidad es su papá, ya que es quien trabaja, se enoja y bebe. Y por supuesto, su papá tampoco sabe que en realidad es su mamá, ya que es quien cocina y lo cuida. No recuerdo cómo imaginariamente lo ayudó. 

Gisela nos explica las diferencias entre orientación sexual y género. Eso explica por qué a algunas vestidas les gustan las mujeres. Tal vez a todos los hombres les sigue gustando vestirse de mujer. A la primera oportunidad (despedidas de soltero, novatadas, fiestas de disfraces) agarran prestado un vestido de la madre o hermana y se lo ponen. Supongo que hace un par de siglos no tenían ese problema. Eran ellos quienes se maquillaban, usaban pelucas y camisas con mucho vuelo. Pero la clase media y las feministas les vinieron a joder todo. 

Sólo íbamos a cenar, el plan de ir a Maximiliano (el antro gay de la ciudad) salió al calor de los mezcales. Además de mi marido me acompañaban tres compañeros del trabajo. Debo haber sido la más fachosa aquella noche: ningún maricón, vieja o vestida desafiaba mi look de pants rosa, tenis blancos y blusa negra con el mapa del metro de NY entre las tetas. Un look bastante cutre para la corte de Maximiliano, quien cuelga de un cuadro de marco dorado, con su imponente capa roja y su larga e inmejorable barba. Pero era el Maximiliano, donde quien eres o cómo te vistes no te cierra la puerta en las narices. 

En cierta ocasión a mi ex se le pasaron las copas. No era difícil pues era bastante joto para tomar. Entonces comenzó a contarme de su exnovia bisexual. Siempre que hablaba de sus ex era para chillar de lo mal que lo han tratado las mujeres. Pero hasta esa noche, nunca había escuchado de su novia bisexual. Me contó de la fiesta de disfraces, en la que ella se vistió de hombre y él, de mujer. Sus ojos le brillaron, sonreía y los cachetes estaban rojos. Sólo lo volví a ver así la vez que besó a uno de Soda Estéreo que la hacía de DJ. 

En el trabajo, cuando alguien comente el error de dejar la máquina desbloqueada, otros aprovechan para mandar correos que dicen "Soy bien putote" "Fulanito, ven y truéname el huacal" y cosas así. 

La de vestido azul era prieta y con los cachetes cacarizos. Su pelo largo y negro era una peluca o un cabello muy maltratado. Flaca, flaquísima. El vestido azul turquesa estaba entallado al cuerpo y le tapaba muy apenas las nalguitas. Usaba zapatos (tacones) de plataforma. Como si su altura natural no fuera suficiente. Bailaba cumbias con una chaparrita cuerpo de uva, como decía mi mamá. La falta de grasa en los pechos, nalgas y caderas era sólo uno de los indicadores de que entre las piernas tenía un pedazo de carne apachurrado. 

Los suricatas macho, cuando son cachorros, parecen hembras. Así engañan a los machos dominantes, sus futuros contrincantes en el amor sexo. En cambio, hay serpientes macho que cuando tienen frío se hacen pasar por hembras, para que otros machos se les restrieguen y les den calor. 

En Cómo me hice monja, resultó que se la niña se llama César Aira. 

10 
La del vestido azul acaparó la atención de mis compañeros de borrachera. Me sacaron del círculo del desmadre para discutir quién la invitaba a bailar: Sácala a bailar o qué, ¿vas a dejar de ser hombrecito?. No güey, a ver, sácala tú. Por eso me puse a bailar sola. Cumbias. El reflejo de la puerta de emergencia me regresaba mi imagen moviendo las caderas. Los genes paternos fueron generosos conmigo y con mi trasero. Nadie me miraba, excepto la del vestido azul.


lunes, 17 de diciembre de 2012

Vendo coche nuevo

El mundo se terminaba a diez metros. Diez metros y de subida que no es poca cosa cuando te detienes en un boulevard a horas pico. Rojo supuso, que después de la cima había nada, que caería y ¡cataplum!, la muerte; tiene que ser eso, porque no entiendo por qué tuvo que portarse así.

Rojo es mi nuevo auto. Es nalgoncito, tiene bluetooth y el amortiguador de atrás más alto. Fue amor a primera vista, el único "pero" era su palanca de velocidades y un nuevo pedal a la izquierda. Pues aprendo dirección manual pensé y pagué el anticipo con el poder de mi firma.

Como Ricardo tampoco sabía manejar estándar, le pedimos a un amigo que fuera con nosotros a recogerlo y a darnos unas clases rápidas: Clutch, primera, saca freno, acelera y mete clutch poquito en cuanto Rojo comience a acalambrarse, metes el clutch, las demás velocidades, frenas. 

Rojo y Ricardo formaron un hermoso mecha a la semana de conocerse. A mí en cambio, Rojo me gritaba con voz carrasposa lo que Ricardo me decía con voz suave: cambia a tercera.

Llevaba pocos días manejando con Ricardo de copiloto-chofer de ida y vuelta al trabajo. Aquel día, tenía razones por las cuales sentirme mucho más confiada; los gritos carrasposos de Rojo se habían reducido y ya no tenía el temor de que el coche saliera disparado en turbo si le metía quinta. Veníamos de regreso a la salida del trabajo. Ricardo y yo planeábamos qué hacer el resto de la noche y discutíamos el salir a cenar. El pensar en comida me distrajo y en vez de irme por el centro (donde está plano), tomé el boulevard (con enormes pasos a desnivel). Apenas dimos vuelta y vi filas de luces rojas y amarillas estacionadas. Los autos apenas y avanzaban. Que no me toque detenerme en subida, pensé. Así que cuando tuve que detenerme en esa cuesta maldita, sentí que mis órganos internos caían a mis pies. El estómago me ayudó a frenar. Los intestinos a meter el clutch. Con cada auto que se estacionaba detrás, el retrovisor se empañaba. Luces difuminadas y bordes negros. El corazón se me trepó a la cabeza e intentaba salirse por los oídos. El coche de adelante comenzó a avanzar. Respiré hondo con la esperanza que el oxígeno regresara mis órganos a su lugar. Quité freno de mano, respiré. Saqué un poco el clutch. Respiré. Metí primera y el acelerador. Rojo se apagó. Dejé de respirar. Giré la mano temblorosa en el switch. Los otros comenzaron a ladrar. Rojo se asustó y se apagó. Neutral, encender, primera. Los perros comenzaron a rebasarme con saña. Sus pilotos me miraban con el rostro descuadrado y sacando los brazos de las ventanas. Switch, acelerador, clutch, clutch, luces, acelerador, agua en el parabrisas, swich, clutch, clutch, clutch.

Rojo se negaba a subir la cuesta. Eso, o mis engranes estaban desajustados porque el dolor de mi pierna izquierda iba desde el muslo hasta el dedo chiquito del pie. Temblaba con tal intensidad que comencé a sentir un calambre recorrer mi pantorrilla. No puedo le dije a Ricardo, quien me había tratado de dar valor diciéndome: Calma, tú puedes. 

El dolor era tan fuerte que no podía concentrarme. Ricardo accedió al intercambio piloto-copiloto. Visto desde afuera, podía haber parecido una especie de apareamiento. Lo cual, de haber sido cierto, sería una tremenda historia. No sólo por el congestionamiento vial, sino porque la pinche palanca estorbaba, sus piernas no son tan elásticas y mis caderas están algo rellenas. Terminé con un rasguño en la oreja y una muñeca torcida; creo que a él le saqué el aire y lo dejé sordo. 

Con Ricardo al volante, Rojo avanzó y no se acabó el mundo. Ya en casa, no quise cenar ni ver televisión. Estaba tan deprimida que comencé a redactar anuncios de compraventa:

Vendo coche nuevo (2,500 kilómetros), rojo y con ligera tendencia al drama.

domingo, 20 de noviembre de 2011

El cuelga llaves


Metió la mano entre los barrotes y jaló el pasador de la reja. El fierro chirrió una y otra vez.  Marcela caminó hasta la puerta. Llevaba sandalias, pants flojos y una sudadera blanca y percudida que decía Disneyland. Una liga intentaba contener el pelo, pero más bien parecía que un nido de arañas la seguía. Tal vez está dormido, pensó. Las ocho de la mañana aún eran de madrugada para un domingo.  Se detuvo frente a la puerta de madera, enderezó la espalada y repasó su argumento: Aquí está tu llave, no me busques.  Marcela encogió los hombros y se abrazó las costillas. Respiró profundo y sintió que el aire frío le encogía los pulmones.  Pegó la mano derecha y una oreja a la puerta. No escuchó nada. Tocó la puerta de madera tres veces con el dedo índice.  Puso atención. Nada. Ni siquiera Max, el perro. Empuñó la mano y golpeó con el dorso.  Del otro lado de la puerta contestó Max con rasguños y quejidos. Marcela metió la mano a la bolsa del pants.  Sintió la llave fría y la apretó en el puño.  Sacó la mano de la bolsa, abrió el puño y la llave apareció, allí, sin brillo. Recordó que alguna vez fue la más brillante de sus llaves. Se tomó tiempo para mirarla: era una llave sola, sin aros o llaveros. Aún llevaba esa calcomanía en la parte plana con unas letras gastadas, Lalo.  Los quejidos de Max se hicieron más fuertes.  Marcela dejó de mirar la llave, la introdujo en el cerrojo y abrió.

Entró y sus pasos sonaron pegajosos. Volteó al piso y vio que estaba lleno de huellas de mugre revueltas entre vasos de plástico, botellas de cerveza vacías, cacahuates y pelos de Max.  Aún había un poco de orina en la mancha seca y amarilla que estaba junto a la puerta. Marcela sintió asco y se cubrió la nariz y la boca con la manga de la sudadera. Caminó de puntas hasta la sala y se sentó.
La cola negra de Max le pegaba en las piernas.  Se inclinó para acariciarlo.
—¿Cómo estás, Max?
El perro se echó sobre el lomo sin dejar de mover la cola.  Marcela se puso en cuclillas frente al animal. Le acarició el pelo hecho nudos de la cabeza.  Mirando sus ojos cafés le dijo con voz de aguda: Te hicites pipí, ¿eh pequeño?. Te ganó cochinote.  El perro contestó lamiéndole la palma de la mano.  Marcela se levantó a la cocina, tomó el plato de Max y lo llenó con agua del fregadero.

Desde la cama, Eduardo escuchó el momento en que Marcela abrió la puerta.  Dos clacs para abrir, un clac para cerrar y otro clac para abrir.  Siempre abría así.  Una de sus putas manías, pensó.  Abrió un ojo y llevó la mirada hasta el buró, donde está el reloj. ¿Para qué chingados viene a esta hora si sabe que estoy dormido? Eduardo tomó la cobija y se cubrió la cara.

Marcela jaló una silla del comedor y se sentó.  Encendió un cigarro y decidió que se quedaría hasta que Eduardo despertara sin importar la hora.  Fumaba a grandes bocanadas, estirando el cuello y levantando la cara.

¿Se habrá ido? Eduardo se descubrió la cara pero ni así escuchó algún ruido.  Se había alegrado de que Marcela llegara al departamento.  No pensaba levantarse y recibirla. No puede evitarlo, siempre regresa, pensó. Las cortinas obscurecían la habitación. Eran unas cortinas pesadas y con plástico por una de las caras.  Plástico aislante y repelente que dejaba fuera el polvo y la luz.

Se escucharon los rechinidos de las bisagras y después unos pasos arrastrados.  El cuerpo de Marcela se tensó.  Se aplanó el pelo, intentando lucir mejor.  Eduardo cerró los ojos y aflojó los labios.  Relajó el cuerpo hasta sentirlo pesado sobre el colchón.  Los pasos se dirigieron hacia el comedor y Marcela vio a la figura delgada rebotar entre las paredes.
—Qué pedo güey —dijo la figura— gran peda la de anoche ¿no, güey?
Marcela sonrió siguiéndole la corriente.
—A toda madre, soy la única despierta, bola de rajones.
—Jga jga jga jga —rió—  me largo a la verga. La figura pateó una botella vacía y salió.
Marcela se levantó de la silla y se dirigió a la habitación.  Capaz que ni está. Tomó el pomo de la puerta y giró.  Empujó la puerta para descubrir a un bulto del que salían los pelos de la cabeza.  Se acercó a la cama y supo que Eduardo estaba despierto.  Lo sabía por su respiración.  Porque, cuando Eduardo dormía, el aire salía de su boca como una bomba de aire para bicicletas.

Quiere jugar el muy cabroncito, pensó ella.  A que no se atreve a destaparme pensó él.  Marcela enderezó la espalda y cruzó los brazos.  Se abrazaba tratando de sentirse entera.  Eduardo esperaba con los ojos cerrados.  Marcela suspiró y Eduardo pudo ver, en el pensamiento, cómo su boca se abría para sacar el aire.  Se acordó de su sonrisa.  De esa sonrisa que unos días antes fue para alguien más. Los vio caminar tomados del brazo. El estómago le dolió al recordarlo.  Quiso encorvarse, pero debía continuar fingiendo. 

Marcela sintió que se rompía.  Salió de la habitación con pasos largos.  Se detuvo frente al cuelga llaves de madera que colgaba de una pared de la sala.  Estaba  vacío.  Bajó la mano al muslo y apretó la llave sobre la tela del pants.  Con un portazo, salió de la casa.  Eduardo se levantó de un brinco y corrió a la sala.  Max le lamía la mano mientras miraba por la mirilla de la puerta.

El cuelga llaves seguía vacío.

jueves, 24 de febrero de 2011

Besos a navajazos

I.
Las horas contigo. Sangran. Cortan mis entrañas. Has secado. Mis pupilas. Mis labios. Mi sexo. No respires. Comida podrida. Perro atropellado. Viciaste. El aire. ¡Apesta!. Aléjate. Tu voz. Pastosa. Se pega. A mis pies. Estorba. Mis pasos. El calendario. Sofoca. A Esta. Flor marchita. Abatida. Congelada. Muerdo. Tu nombre. Tus muertos. Fastidio. De pelos lacios. Eternos. Yemas venenosas. Ladrillos de palabras. Mi alma. Desamparada. Grita. Tengo hambre. De soledad. Evapórate.

II.
Es un vicio, una adicción, un sinsentido, eso que me mantiene a tu lado. ¿Destino? Já, dices que es el destino. El destino no existe, incrústalo entre tus orejas llenas de sebo. Lo único que existe, es esta realidad masoquista que niegas a ver porque te tapas los ojos con tus manos de cerdito. ¿Tampoco escuchas? Ya te dije que me secreteo con la muerte y le pido que ponga sus labios fríos muy cerca a mis latidos. Esos débiles latidos que necesitan el dolor para encender esta maquinaria. Hierve la sangre y me transforma. Una corderita lista para el sacrificio a la que puedes desollar viva.

III.
Y otra vez las miradas de lava, los besos a navajazos. Hasta la próxima.

martes, 15 de febrero de 2011

Nominación al Premio Revista de Letras

Este blog ha sido nominado para obtener el premio Revista de Letras al mejor blog internacional de creación y/o crítica literaria.

Si le gusta lo que lee, puede pasar a votar acá, hasta el 2 de marzo.




Gracias al equipo de Revista de Letras por su nominación.