domingo, 20 de noviembre de 2011

El cuelga llaves


Metió la mano entre los barrotes y jaló el pasador de la reja. El fierro chirrió una y otra vez.  Marcela caminó hasta la puerta. Llevaba sandalias, pants flojos y una sudadera blanca y percudida que decía Disneyland. Una liga intentaba contener el pelo, pero más bien parecía que un nido de arañas la seguía. Tal vez está dormido, pensó. Las ocho de la mañana aún eran de madrugada para un domingo.  Se detuvo frente a la puerta de madera, enderezó la espalada y repasó su argumento: Aquí está tu llave, no me busques.  Marcela encogió los hombros y se abrazó las costillas. Respiró profundo y sintió que el aire frío le encogía los pulmones.  Pegó la mano derecha y una oreja a la puerta. No escuchó nada. Tocó la puerta de madera tres veces con el dedo índice.  Puso atención. Nada. Ni siquiera Max, el perro. Empuñó la mano y golpeó con el dorso.  Del otro lado de la puerta contestó Max con rasguños y quejidos. Marcela metió la mano a la bolsa del pants.  Sintió la llave fría y la apretó en el puño.  Sacó la mano de la bolsa, abrió el puño y la llave apareció, allí, sin brillo. Recordó que alguna vez fue la más brillante de sus llaves. Se tomó tiempo para mirarla: era una llave sola, sin aros o llaveros. Aún llevaba esa calcomanía en la parte plana con unas letras gastadas, Lalo.  Los quejidos de Max se hicieron más fuertes.  Marcela dejó de mirar la llave, la introdujo en el cerrojo y abrió.

Entró y sus pasos sonaron pegajosos. Volteó al piso y vio que estaba lleno de huellas de mugre revueltas entre vasos de plástico, botellas de cerveza vacías, cacahuates y pelos de Max.  Aún había un poco de orina en la mancha seca y amarilla que estaba junto a la puerta. Marcela sintió asco y se cubrió la nariz y la boca con la manga de la sudadera. Caminó de puntas hasta la sala y se sentó.
La cola negra de Max le pegaba en las piernas.  Se inclinó para acariciarlo.
—¿Cómo estás, Max?
El perro se echó sobre el lomo sin dejar de mover la cola.  Marcela se puso en cuclillas frente al animal. Le acarició el pelo hecho nudos de la cabeza.  Mirando sus ojos cafés le dijo con voz de aguda: Te hicites pipí, ¿eh pequeño?. Te ganó cochinote.  El perro contestó lamiéndole la palma de la mano.  Marcela se levantó a la cocina, tomó el plato de Max y lo llenó con agua del fregadero.

Desde la cama, Eduardo escuchó el momento en que Marcela abrió la puerta.  Dos clacs para abrir, un clac para cerrar y otro clac para abrir.  Siempre abría así.  Una de sus putas manías, pensó.  Abrió un ojo y llevó la mirada hasta el buró, donde está el reloj. ¿Para qué chingados viene a esta hora si sabe que estoy dormido? Eduardo tomó la cobija y se cubrió la cara.

Marcela jaló una silla del comedor y se sentó.  Encendió un cigarro y decidió que se quedaría hasta que Eduardo despertara sin importar la hora.  Fumaba a grandes bocanadas, estirando el cuello y levantando la cara.

¿Se habrá ido? Eduardo se descubrió la cara pero ni así escuchó algún ruido.  Se había alegrado de que Marcela llegara al departamento.  No pensaba levantarse y recibirla. No puede evitarlo, siempre regresa, pensó. Las cortinas obscurecían la habitación. Eran unas cortinas pesadas y con plástico por una de las caras.  Plástico aislante y repelente que dejaba fuera el polvo y la luz.

Se escucharon los rechinidos de las bisagras y después unos pasos arrastrados.  El cuerpo de Marcela se tensó.  Se aplanó el pelo, intentando lucir mejor.  Eduardo cerró los ojos y aflojó los labios.  Relajó el cuerpo hasta sentirlo pesado sobre el colchón.  Los pasos se dirigieron hacia el comedor y Marcela vio a la figura delgada rebotar entre las paredes.
—Qué pedo güey —dijo la figura— gran peda la de anoche ¿no, güey?
Marcela sonrió siguiéndole la corriente.
—A toda madre, soy la única despierta, bola de rajones.
—Jga jga jga jga —rió—  me largo a la verga. La figura pateó una botella vacía y salió.
Marcela se levantó de la silla y se dirigió a la habitación.  Capaz que ni está. Tomó el pomo de la puerta y giró.  Empujó la puerta para descubrir a un bulto del que salían los pelos de la cabeza.  Se acercó a la cama y supo que Eduardo estaba despierto.  Lo sabía por su respiración.  Porque, cuando Eduardo dormía, el aire salía de su boca como una bomba de aire para bicicletas.

Quiere jugar el muy cabroncito, pensó ella.  A que no se atreve a destaparme pensó él.  Marcela enderezó la espalda y cruzó los brazos.  Se abrazaba tratando de sentirse entera.  Eduardo esperaba con los ojos cerrados.  Marcela suspiró y Eduardo pudo ver, en el pensamiento, cómo su boca se abría para sacar el aire.  Se acordó de su sonrisa.  De esa sonrisa que unos días antes fue para alguien más. Los vio caminar tomados del brazo. El estómago le dolió al recordarlo.  Quiso encorvarse, pero debía continuar fingiendo. 

Marcela sintió que se rompía.  Salió de la habitación con pasos largos.  Se detuvo frente al cuelga llaves de madera que colgaba de una pared de la sala.  Estaba  vacío.  Bajó la mano al muslo y apretó la llave sobre la tela del pants.  Con un portazo, salió de la casa.  Eduardo se levantó de un brinco y corrió a la sala.  Max le lamía la mano mientras miraba por la mirilla de la puerta.

El cuelga llaves seguía vacío.