sábado, 20 de noviembre de 2010

Clementino

Había una vez una niña que de tanto observar a su perro, aprendió a leerle el pensamiento. El perro, un peludo anaranjado, llevaba por nombre Clementino. Aunque la niña era muy joven y necesitaba de los adultos para muchas cosas, no necesitaba ayuda para cuidarlo a Clementino. Ese perro era suyo y de nadie más. La niña alimentaba a Clementino. Lo sacaba con los borregos. Le limpiaba los pies del lodo de los sembradíos y cuidaba que siempre tuviera agua en el plato. No necesitaba de mucho más ese perro llamado Clementino. Es más, ni siquiera exigía que el colchón, donde dormía en el cuarto de la niña, estuviera limpio.

Eso pensaba Clementino: “No necesito nada más”. Lo pensó, al menos, hasta aquel día que comenzó a oler a la muerte.

Clementino despertó después del sol. Puso las 4 patas en el piso y deslizó hacia adelante el par de enfrente, sacó las uñas de los dedos y rasguñó el piso. Con la cabeza echada hacia atrás y el lomo estirado, la cola se torció en espiral. La niña, que también despertaba, lo escuchó bostezar y se incorporó estirando ambos brazos al techo. Clementino se enderezó y extendió, una por una, la patas de atrás. Los ojos cafés del perro se encontraron con los azules de la niña. Tienes hambre y estás ansioso, Clementino dijo ella después de leerle el pensamiento.

La niña brincó de la cama y corrió con el perro hacia la cocina. Jaló una de las sillas del desayunador de madera y alcanzó la bolsa de croquetas que estaba en la mesa. Clementino bailó a dos patas al escuchar el granizo de comida contra el plato de metal. Cuando la niña bajó el plato al suelo, Clementino clavó el hocico en las croquetas. Ni un instante dejó de mover la cola.

Clementino era un perro supersticioso. Los perros tienen maneras y motivos diferentes a los humanos para serlo. Para Clementino, los gatos negros eran igual de odiosos que los gatos blancos. Le gustaba dormir bajo las escaleras y nunca pedía que le pasaran la sal. Sin embargo, Clementino no se comía las croquetas que estaban del lado derecho del plato. Clementino pensaba, que si lo hacía, algo muy malo podría ocurrir. Tal vez y el estanque donde remojaba sus patas se secaría. O quizá, agarraría las pulgas de los puercos. “Los puercos no tienen pulgas Clementino” solía decirle la niña, acariciándole por detrás de las orejas. Y es que Clementino odiaba tener pulgas.

Aquella mañana y sin darse cuenta, el plato se quedó sin croquetas. Clementino se asustó al pensar en las pulgas. Incluso pidió a la niña que lo bañara. Una era petición extraña para un perro, pues les gusta estar sucios para tener un olor único y poderoso. El olor corporal en los perros es un asunto serio. Con tal de que el perro estuviera tranquilo, la niña aceptó. Caminaron hacia la caballeriza, cargó a Clementino y lo sumergió en el agua fría donde beben las yeguas. Clementino abrió muy grandes los ojos al sentir la piel mojada. Los músculos tensos lo detenían contra las paredes de la tina, mientras sentía las pequeñas manos restregándole el pelo con jabón.

Girando el cuerpo, Clementino sacudió el agua que lo había envuelto. Las gotas volaron junto a los pelos color naranja. La niña vio los rayos de sol que atravesaron las gotas, formar un arcoíris. El perro comenzó a correr en círculos por el campo. El aire que empujaba el cuerpo de Clementino formó un canal anaranjado brillante.

Clementino corrió muchas vueltas más. Con cada vuelta, el túnel se hacía más brillante. La niña se sentó junto a su árbol favorito, ése que tenía la corteza más plana y las ramas más largas. Miró el túnel naranja hasta que el brillo le molestó a los ojos. Entonces, se quedó dormida. Por eso, la niña no vio que Clementino hizo hoyos, correteó gallinas y robó el alimento a los puercos. Cansado de hacer tantas cosas de perro, Clementino volvió a un lado de la niña. Se dejó caer en el piso de un tirón, recargó el hocico sobre las piernas y cerró los ojos.

Un olor penetrante y a carne podrida despertó a Clementino. El olor venía del abdomen de la niña. Era un olor que su nariz ya había detectado antes, pero no podía recordar dónde. Los perros no tienen tan buena memoria como los humanos. Clementino clavó la nariz en el cuerpo de la niña para detectar mejor el olor. Tal vez y así, podría recordar. La niña despertó al sentir el hocico presionándola. ¿Qué pasa Clementino? El perro no respondió, estaba concentrado en oler. La niña sintió cosquillas y levantó la blusa. Sintió la nariz húmeda del perro en la piel. La respiración caliente de Clementino le dejó algunos mocos transparentes en la panza.

Siéntate Clementino, ordenó la niña. El perro obedeció. Bajó la cabeza junto con las orejas y subió la mirada. El cuerpo del perro estaba tenso. La niña supo que aquello era serio porque la cola, inmóvil, cayó contra el piso. Clementino había recordado el olor. Por su mente pasó Jenny, la yegua que fue sacrificada algunos meses atrás. La niña, que sabía leer el pensamiento de Clementino entendió el dolor que el perro sentía. Entendió también, que no era por la yegua.

Y es que los perros no saben ocultar lo que sienten.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Carl Sagan y su Cosmos

Corrían los ochentas y un señor vestido con cuello de tortuga y traje café hablaba en la televisión sobre los planetas y las estrellas; de la gente que ha habitado este mundo que se llama Tierra, las características de ésta y de cómo habían contribuido al conocimiento universal del que ahora él hablaba emocionado. Desde su sillón, ese hombre recorría el universo utilizando animaciones que a ojos de este siglo, parecen maquetas colgadas de hilitos. Su nombre era Carl Sagan y la serie se llamaba Cosmos.

Tiempo después, las computadoras y los hombres comenzaron a llamar mi atención, por lo que dejé de alimentar mi vena científica.

En el 2003 volví a encontrar a Sagan, pero ahora el formato era de papel y con títulos como El mundo y sus demonios y El cerebro de Broca. Pero fue hasta el 2005 cuando devoré Cosmos en pocos días, ya que el librote llegó a mis manos en préstamo de una biblioteca. Al terminarlo, tenía un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. También me dieron ganas de robármelo, pero al final lo regresé.

Cuando la instrucción escolar nos vomita nombres por separado y en diferentes “materias” como Filosofía, Matemáticas, Astronomía, Biología, Historia, etcétera, en Cosmos, Carl Sagan hace un todo y relaciona a Pitágoras con Platón con Hipatía, Kepler, Newton, Da Vinci, Colón, Darwin, Huygens, Einstein. Su lectura me acercó a ellos como hombres (no sólo como teorías), a sus errores, problemas y a las fallas históricas que hemos tenido como raza. El conocerlos por separado me había quitado el placer de entender la relación entre sus teorías y propuestas; tampoco me di cuenta del común denominador que existe entre ellos e incluso, conmigo.

Sagan me llevó de la mano por la historia del hombre como un ser pensante e inteligente. Entendí que el conocimiento, antes que otra cosa, significa libertad. Libertad de elegir a través de la razón, libertad para no subyugarte ante las ideas de otros, libertad para atreverte a soñar en más.

Si me preguntan la distancia al Sol, la gravedad de Júpiter o la elasticidad del tiempo por la aceleración de las partículas a velocidad de la luz, tal vez no les pueda contestar o les diga una tontería. Pero ahora entiendo que la ciencia es mucho más que números, datos, fechas y nombres. La ciencia es lo que nos da esencia como humanos, sus logros y adelantos unen, mientras que las guerras destruyen. La ciencia ilumina, mientras que la charlatanería oculta y miente.

Sabía que sólo era cuestión de tiempo, ahorro y decisión para adquirirlo. Así que desde la semana pasada, Cosmos está en mi librero y es parte de mi evangelio.


jueves, 18 de noviembre de 2010

Ricardo Piglia y sus teorías

Descubrir un escritor que te vuela la mente es tan emocionante como enamorarse.

Eso me paso con Ricardo Piglia, en Cuentos con Dos Rostros. Tengo que confesar que leer el libro me costó un poco de trabajo. Sobre todo porque leí el prólogo de Villoro y los últimos cuentos porque eran los más cortos. Pero al leer el primer cuento titulado “En otro país”, las piezas comenzaron a caer en mi cabezota. El cuento es semiautobiográfico y está lleno de personajes singulares. Pero por sobre todo, las historias ejecutan la tesis que tiene Piglia sobre el cuento:
Con los cuentos es preciso, a diferencia de lo que la gente cree, tener antes dos anécdotas y no una sola. Cuanto más breve es la forma se necesita más de una historia- ¿Por qué? Porque en tanto se entretiene al lector con una historia, se prepara la que verdaderamente interesa contar.
Rescato algunos extractos que, inmersos dentro de los cuentos, me encontré sobre la literatura, narrar y escribir.
En esos días, en medio de la desbandada, en una de las habitaciones desmanteladas empecé a escribir un Diario. ¿Qué buscaba? Negar la realidad, rechazar lo que venía. La literatura es una forma privada de la utopía.

Mi padre, dijo Ratliff, fue un narrador excepcional. Vendía máquinas de coser por el campo. Andaba de un lado a otro, con un camioncito entoldado y paraba en las chacras y se sentaba a la sombra de los tilos a conversar con las mujeres que le ofrecían limonada. Era capaz de vender una máquina inservible usando el arte hipnótico de la narración. Narrar, decía mi padre, es como jugar al póker, todo el secreto consiste en parecer mentiroso cuando se está diciendo la verdad.

Nunca sé si recuerdo las escenas o si las he vivido. Tal es el grado de nitidez con la que están presentes en mi memoria. Y quizá eso es narrar. Incorporar a la vida de un desconocido una experiencia inexistente que tiene una realidad mayor que cualquier cosa vivida. Un narrador debe ser capaz de crear un héroe cuya experiencia supere la de todos sus lectores, decía Steve. Ningún novelista que yo sepa, en este siglo o en algún otro, ha asesinado a nadie en la vida real. Cuando lo dijo estaba demasiado borracho y yo no entendí el sentido de lo que estaba diciendo.
Por fortuna (y a veces desgracia) he aprendido a identificar ciertas partes de los cuentos, para después, escribir y masacrarlas. Este ejercicio de prueba y error en mis cuentitos a veces sale, a veces me rebasa. Por eso es que encontrar nuevas tesis sobre la estructura de algo tan complejo como es un cuento, es como sentir los copos de nieve en la nariz.

Piglia es un imperdible, créanme.



Desagravio, un cuentito que me encontré por ahí.