lunes, 17 de diciembre de 2012

Vendo coche nuevo

El mundo se terminaba a diez metros. Diez metros y de subida que no es poca cosa cuando te detienes en un boulevard a horas pico. Rojo supuso, que después de la cima había nada, que caería y ¡cataplum!, la muerte; tiene que ser eso, porque no entiendo por qué tuvo que portarse así.

Rojo es mi nuevo auto. Es nalgoncito, tiene bluetooth y el amortiguador de atrás más alto. Fue amor a primera vista, el único "pero" era su palanca de velocidades y un nuevo pedal a la izquierda. Pues aprendo dirección manual pensé y pagué el anticipo con el poder de mi firma.

Como Ricardo tampoco sabía manejar estándar, le pedimos a un amigo que fuera con nosotros a recogerlo y a darnos unas clases rápidas: Clutch, primera, saca freno, acelera y mete clutch poquito en cuanto Rojo comience a acalambrarse, metes el clutch, las demás velocidades, frenas. 

Rojo y Ricardo formaron un hermoso mecha a la semana de conocerse. A mí en cambio, Rojo me gritaba con voz carrasposa lo que Ricardo me decía con voz suave: cambia a tercera.

Llevaba pocos días manejando con Ricardo de copiloto-chofer de ida y vuelta al trabajo. Aquel día, tenía razones por las cuales sentirme mucho más confiada; los gritos carrasposos de Rojo se habían reducido y ya no tenía el temor de que el coche saliera disparado en turbo si le metía quinta. Veníamos de regreso a la salida del trabajo. Ricardo y yo planeábamos qué hacer el resto de la noche y discutíamos el salir a cenar. El pensar en comida me distrajo y en vez de irme por el centro (donde está plano), tomé el boulevard (con enormes pasos a desnivel). Apenas dimos vuelta y vi filas de luces rojas y amarillas estacionadas. Los autos apenas y avanzaban. Que no me toque detenerme en subida, pensé. Así que cuando tuve que detenerme en esa cuesta maldita, sentí que mis órganos internos caían a mis pies. El estómago me ayudó a frenar. Los intestinos a meter el clutch. Con cada auto que se estacionaba detrás, el retrovisor se empañaba. Luces difuminadas y bordes negros. El corazón se me trepó a la cabeza e intentaba salirse por los oídos. El coche de adelante comenzó a avanzar. Respiré hondo con la esperanza que el oxígeno regresara mis órganos a su lugar. Quité freno de mano, respiré. Saqué un poco el clutch. Respiré. Metí primera y el acelerador. Rojo se apagó. Dejé de respirar. Giré la mano temblorosa en el switch. Los otros comenzaron a ladrar. Rojo se asustó y se apagó. Neutral, encender, primera. Los perros comenzaron a rebasarme con saña. Sus pilotos me miraban con el rostro descuadrado y sacando los brazos de las ventanas. Switch, acelerador, clutch, clutch, luces, acelerador, agua en el parabrisas, swich, clutch, clutch, clutch.

Rojo se negaba a subir la cuesta. Eso, o mis engranes estaban desajustados porque el dolor de mi pierna izquierda iba desde el muslo hasta el dedo chiquito del pie. Temblaba con tal intensidad que comencé a sentir un calambre recorrer mi pantorrilla. No puedo le dije a Ricardo, quien me había tratado de dar valor diciéndome: Calma, tú puedes. 

El dolor era tan fuerte que no podía concentrarme. Ricardo accedió al intercambio piloto-copiloto. Visto desde afuera, podía haber parecido una especie de apareamiento. Lo cual, de haber sido cierto, sería una tremenda historia. No sólo por el congestionamiento vial, sino porque la pinche palanca estorbaba, sus piernas no son tan elásticas y mis caderas están algo rellenas. Terminé con un rasguño en la oreja y una muñeca torcida; creo que a él le saqué el aire y lo dejé sordo. 

Con Ricardo al volante, Rojo avanzó y no se acabó el mundo. Ya en casa, no quise cenar ni ver televisión. Estaba tan deprimida que comencé a redactar anuncios de compraventa:

Vendo coche nuevo (2,500 kilómetros), rojo y con ligera tendencia al drama.