jueves, 31 de diciembre de 2009

Para que puedas sentirte vivo



¿Puedes oírme? ¿Puedes oir como grito? Desgarra la garganta de Dave Grohl justo al volver a tomar Bernardo Quintana. Le subo más. Acelero más. Un último respiro antes de que cierre los ojos. Los 313 megas de tu carpeta tocan en mi ipod y retumban en los vidrios de mi auto.

En esta noche madrugada de domingo quedamos muy pocos dando vueltas por la ciudad. Supongo que lo hacemos impulsados por la adrenalina o cualquier sustancia que nos haga sentirnos vivos y con la ilusión de ser libres.

¿A poco no quieres? Mi mente brinca a esas noches del Love Parade alemán. De camisetitas sin brassiere, música electrónica y demasiados cuerpos moviéndose juntos. Verano europeo, noche asfixiante, calor sofocante. El ambiente olía a sudor, a vino derramado, a hachís. Luces multicolores y colores chillantes hacían que esa masa amorfa de brazos, piernas y cabezas crearan un nuevo ser mitológico. Muchas, demasiadas manos acarician mi cuerpo. Mujeres, hombres, ¿Acaso importaba? ¿No podemos darle al amor una oportunidad?

Salgo de la avenida y freno en seco. Mi corazón se acelera con una percusión constante. La patrulla me pasa y la batería que está en mi pecho y sienes se empata con Maps. Ellos no te aman como yo lo hago. No se si sea la madurez que da la experiencia o el timming de baterista, pero has adquirido maestría en mi cuerpo. Tú llevas el ritmo, y yo a ciegas, me dejo llevar. Mi cuerpo te responde con quejidos, líquidos y movimientos consecuencia del placer, de vivir. Pero tu no estas aquí, y yo tampoco quiero estarlo.

¿Puedes leer mi mente?. La percusión cambia por bits acelerados, y mi cabeza se abarrota de imágenes diferentes, de gente, fechas y nombres. De ciudades sobrevivientes, amaneceres y besos robados. De mil risas, viajes y sin sabores. Una gran película sobre fantasmas de mi pasado y un futuro que me asusta y que niego a aceptar.

Los primeros rayos del sol se cuelan por los Arcos, lo que aumenta esa sensación de seguir cayendo. Destrozan mis sueños, agonizan mis ilusiones. Por fin llego a casa, me acuesto en mi cama y, como las notas tristes y largas que salen de un bandoneón, vuelve el mareo y una patada en mi vientre me recuerda que, aunque yo no me sienta viva, algo en mi si lo está.

Pinches ricos

-¿A Madrid? Estás loca. ¿A hacer que?

- Pues para comprar una nieve italiana en Sol (yo pido de chocolate). O buscar algún concierto en la ciudad (en Casa de Campo, tal vez) y bailar hasta el amanecer. Ya sé, no te gusta mucho bailar. Entonces podemos comer tapas en la cava baja hasta reventar. Y comprar vino en el Corte Inglés y tomarlo frente algún edificio centenario (acuérdate de siempre cargar con destapacorchos). Si vamos en verano, podemos quedarnos dormidos en algún jardín con vista al Palacio, y si es invierno, nos aventaremos en trineo en Navacerrada. No importa la estación de año, siempre podemos tomar cañas con su infaltable ración de jabugo. También conseguiremos fotos prohibidas de museos (usamos el móvil). En domingo, será infaltable la búsqueda de tesoros en el Rastro. Disfrutaremos el atardecer desde las Vistillas contando las primeras estrellas. A medio día, nos tiraremos en el piso de la Plaza Mayor para ver el azulísimo cielo escapar. Bailar (¡Sí!, bailar, no me veas así) toda la noche tomando cubatas en muchos antros y amanecer en con el chocolate y churros de San Ginés. Le inventaremos historias a las esculturas que se encuentran en los techos de la Gran Vía. Y esperaremos el tren en Atocha mientras nos damos un beso de estación.

-¡jajaja! parece que lo tienes todo planeado. Lástima que tengamos las tarjetas a full.

-Bah, nada pierdo con soñar.

-Ya loquita, mejor tiende la cama con el edredón de plumas en lo que yo voy por el ipod. Y nos quedamos acostados todo el día, ¿va?

-¿En lunes? Que pinches ricos somos.

lunes, 21 de diciembre de 2009

El llanto del cielo rompió el silencio queretano

Bajo la lluvia, un hombre con paraguas se acercó caminando tranquilamente. Me sorprendí al verle, puesto que era el único que contaba con protección ambulante ante esta repentina tormenta.

Media hora antes, el sol abarcaba todo. No había una nube que interrumpiera ese inmenso azul. La procesión apenas comenzaba cuando un fuerte viento anunciaba el caos en forma de nubes grises. Gotas gordas comenzaron a golpear con fuerza a los callados fieles congregados aquel viernes santo.

Cuando comenzó a llover, las cofradías sólo apuraron el paso, sin embargo, minutos después tuvieron que correr. Los menos devotos se olvidaron de la cruz que cargaban, se remangaron las enaguas y corrieron a protegerse a los pocos techos que se encontraban cerca. Las cruces quedaron abandonadas a media calle, como un improvisado cementerio. Otros, más estoicos, aguantaron sin inmutarse los embistes de la naturaleza o de Dios, como los entrevistados dijeron mas tarde en los noticieros.

Pero la gran alharaca la armaron los niños, quienes vestidos de angelitos, comenzaron a buscar a sus madres. Mientras lloraban, corrían en todos sentidos y algunos se golpeaban contra las cruces de madera o las cadenas que los participantes cargaban. Otros al borde de la histeria eran los líderes de cada cofradía puesto que las santas imágenes que momentos antes llevaban en sus hombros, corrían el riesgo de echarse a perder.

Empapada, me quedé en medio de la calle observando el caos y pensando cómo titularía mi artículo para el periódico del día siguiente:

“Procesión del silencio callada por Dios”
“No hubo silencio en este viernes Santo”
“El llanto del cielo rompió el silencio queretano”

En esos absortos pensamientos me encontraba cuando el hombre del paraguas se acercó y dijo seriamente:

-El problema es que no escuchan, apenas ayer dijeron que iba a llover con fuerza.

-¿En serio? ¿Lo dijeron en las noticias? Le pregunté incrédula, mientras protegía mis ojos del agua. Así lo observé mejor: vestido completamente de negro, su pálido rostro no reflejaba sentimiento alguno. En el dedo medio de la mano que sostenía al paraguas, llevaba un anillo muy grande y puntiagudo que me llamó la atención. Tenía grabado en relieve un dragón con unas letras que no alcancé a distinguir, ya que el hombre se dio cuenta que lo observaba y rápidamente cambió el paraguas de mano.

-No, lo dijeron en la liturgia- me contestó de manera seca y se fue.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Gente chismosa

Las dos mujeres hablaban sin cesar; la de más edad gesticulaba mucho por lo que me llamó la atención y quise escuchar. Sin embargo, el ruido de aquella cafetería me lo impedía. Era hora del desayuno y el lugar estaba a reventar. Su mesa estaba justo frente a la mía, por lo que para enterarme mejor del chisme, me levanté con la intensión de cambiarme de equipal, pero dentro de la misma mesa.

Sin embargo, torpemente derramé el café sobre el mantel azul marino que cubría la mesa. Tres meseros vestidos de manera idéntica –negro con delantal blanco- se acercaron en mi ayuda. El alboroto que hice llamó la atención de los comensales que estaban cerca, quienes me miraron con ojos inquisidores. Todos voltearon, exceptuando estas dos mujeres, quienes seguían enfrascadas en su discusión. La mujer más joven tenía la mirada hacia abajo y el ceño fruncido. Quizá era muy blanca, pero yo notaba palidez en su rostro. Cuando apenas intentaba hablar era callada por quien supuse era su madre.

Una vez que pasó el caos, me senté más cerca de ambas mujeres, pero dándoles la espalda para escuchar mejor. Los meseros me ofrecieron otro café, pero preferí un jugo de naranja. Servido en un vaso de vidrio soplado con posta azul, entonaba perfectamente con la vajilla de cerámica.

Ordené chilaquiles verdes con pollo y volví a poner atención en las mujeres: confirmé mi teoría de que la mayor era su madre ya que hablaba con las frases clásicas de aquellas “me vas a matar de esta decepción” repetía. La hija, con voz muy baja y temerosa le aseguraba que no se iba a casar.

Tuve que voltear la cabeza cuando la enojada madre tomó el clavel de adorno y comenzó a golpear la mesa. Después lo aventó a un macetero que tenía cerca. La hija, con las lágrimas ya visibles tomó una de las servilletas de tela y se dirigió con prisa al baño.

Por supuesto, ambas mujeres se habían vuelto centro de atención del lugar por lo que muchos rostros siguieron el accidentado paso de la menor hacia el baño.

Una mujer gorda, peinado de salón y maquillaje exagerado se acercó a mí y me preguntó si sabía por qué la menor estaba llorando.

-No se quiere casar- contesté.
-Ah, si… ya se le ve la panza, ¿No crees?- Y se fue sin esperar respuesta.

Pinche gente tan chismosa, pensé.

martes, 1 de diciembre de 2009

La Habitación

Me despertó el sonido del teléfono. Me levanté a tientas siguiendo el ruido del aparato. Estaba oscurísimo y la habitación aun era desconocida para mí por lo que en mi prisa por contestar, choqué mi cabeza con la cama de arriba. Adolorida, me dirigía a la puerta, buscando en su marco el encendedor de luz. Cuando lo encontré, el teléfono ya había callado. Olvidé que el interruptor se encontraba apenas a un metro del suelo y yo buscaba más arriba.

Encendí la luz y observé mi nueva habitación: las sábanas eran rosas, la pared tenía ositos y la lámpara del techo estaba adornada con listones de colores. Sí, era una habitación para niñas, pero decidí rentarla porque tenía computadora con internet.

Me acerqué a la ventana y subí la dura persiana. La primera vez que la vi no supe bien cómo subirla. Nunca había visto una persiana así y sin duda, me sorprendió. De color café muy obscuro, se encuentra entre dos vidrios, por lo que el mecanismo para subirla se encuentra incrustado en la pared y hay que jalar con fuerza. Jalar y soltar. Jalar y soltar.

La luz invernal se asomó por la ventana, que daba justo a una glorieta nevada. Abajo, los carros ya circulaban con prisa y yo, congelada, no quería ni quitarme la pijama. A pesar que el suelo de parquet (una especie de madera al parecer, muy popular en España) contenía mucho del frío, enfundé mis pies en un par de pantuflas acolchonadas.

Afuera, muchos árboles contenían la nieve nocturna y contrastaban elegantemente con los edificios de apartamentos color marrón. La primera vez que vi la nieve me emocioné mucho, ya que nunca antes lo había hecho. Sin embargo, ahora que el paisaje ya era habitual esperaba ansiosamente a que avanzaran los meses e hiciera un poco de calor.

Volví al escritorio de madera que soportaba a la rudimentaria computadora. En lo que encendía, acomodé los pocos recuerdos que había traído de México. Fotos, una muñeca, una botella de tequila.

No elegí llegar a Madrid en invierno, eso lo marcó el calendario de clases. Yo prefiero sentir el sol sobre mis hombros aunque mi piel se queme. Me gusta usar ropa liviana y zapatos abiertos. Levantarme el pelo y usar lentes obscuros. El frío español de aquellos primeros días combinaba con mi estado de ánimo: melancólica, asustada, nostálgica, solitaria. Cuando el calendario avanzó obtuve mi ansiado calor y usé alpargatas de colores.

Ahora sé que así tenía que ser.