sábado, 23 de enero de 2010

Zapatitos

Y tomaron esa pastilla que les compartió su gordo y risueño amigo.
"Lúcido y despabilado toda la noche", el de rojo les había asegurado.




Pero el LSD trajo del subconsciente, su temor más arraigado.
Y en un ataque de pánico, con el elefante les pisotearon.




Y junto a los zapatitos amanecieron,
niños y juguetes masacrados.

jueves, 21 de enero de 2010

¿Cuál derecha?

Durante toda mi vida, la gente con la que me he rodeado sabe y reconoce que soy una mujer inteligente. En mi etapa escolar, siempre fui una estudiante modelo. De esas niñas que caen mal porque siempre buscan sacarse dieces y lo hacen con facilidad. Ya de adulta, me he destacado en mi trabajo, logrando incluso puestos gerenciales.

Pues bien, creo que es el momento de revelar un obscuro secreto. Hay un sector de mi cerebro que se encuentra dañado y que me impide saber cuál es la derecha y cuál la izquierda. Intentando ocultar mi retraso, me río y minimizo la situación, asegurándole al descubridor que soy ambidiestra. Por supuesto no lo soy.

Ningún método me ha resultado 100% efectivo. Como no soy religiosa, el intentar persignarme no sirve de mucho. Escribir a mano ya lo hago poco, puesto que utilizo la computadora. Tampoco uso reloj.

Muy poca gente se ha dado cuenta de mi tara mental, ya que me las he ingeniado para que sea menos notorio. Frases como “sigue por donde va el coche rojo” o “mejor agárrame las dos tetas” me han permitido salir triunfal al momento de tener que dar instrucciones. Sin embargo, ante la pregunta directa de “¿Derecha o izquierda?” me congelo, titubeo, pienso un momento cuál lado es, expreso mi respuesta y segundos después la pongo en duda. Lo peor que puede pasar es que después corrija, ¿Cierto? No en la última vez.

El gimnasio al que asisto con regularidad tiene valet parking. Aquel triste día salí recién bañada y cambiada, con mi ropa interior sucia guardada en una bolsa de Soriana. No muy lejos se veía mi coche estacionado junto a otro de la misma marca y color: Almera Plata. El escuincle del valet me preguntó cual coche era. “El de la derecha” contesté con prisa y sin precaución, puesto que iba tarde para una junta.

Por supuesto, era el de la izquierda y 10 minutos después de comenzar a conducir, me di cuenta que no era mi coche. Enojada, regresé al gimnasio y le reclamé al escuincle acomoda-coches quien asustado, me entregó mi auto. Me olvidé del asunto todo el día, hasta que en la noche recordé la ropa interior sucia: se había quedado en el otro Almera.

Aunque me llené de vergüenza, decidí olvidarme del asunto. Antes muerta que aceptar que me apendejé y confundí mi auto. Total, que los dueños del otro coche tiren la tanga y el bra de entrenamiento. Pero no resultó así de sencillo. Tres días después y a la salida del gimnasio un señor me esperaba recargado en mi coche. Con un tono calmo y amable me explicó que había hecho una pequeña investigación con la que se enteró de la “leve” confusión de coches y me pedía de favor que le explicara a su muy celosa esposa lo ocurrido, puesto que aquella no le creía.

"¿En realidad es alguien tan idiota para no saber cuál es su coche? Imposible" aseguraba la insegura señora.

Accedí a su petición. Al final, no debiera ser tan difícil de explicar. Culparía a la prisa, al acomoda-coches o a la luna. Eso sí, nunca aceptaría mi dislexia ubicacional. Cada quien en su auto, nos dirigimos a su casa. El hombre llamó a su mujer para saliera e hiciera la verificación visual de los coches. La celosa mujer nos miró con sospechosismo y después de analizar ambos coches se dio cuenta que efectivamente, podría haber habido una confusión por parte de alguno de los involucrados.

Una vez aclarado el asunto, me invitaron a pasar a la sala, en lo que su sirvienta me traía la ropa interior olvidada. La señora se encontraba mucho más tranquila y relajada, por lo que comenzamos a hablar con del clima, los baches en la calle o algún tema de esos sin sentido. Cuando recibí mis calzones pedí permiso para utilizar el baño.

“En el pasillo, al fondo a la derecha” me dijo la hacía unos minutos, infeliz mujer. “Demonios, ¿Cuál derecha?” pensé. Con pesadez, me dirigí al pasillo indicado y durante todo el camino me dediqué a reflexionar cuál era la derecha, hasta que no me cupo la menor duda.

Abrí la puerta y me encontré al señor de la casa con todo el pene de fuera y meando. Apurada, salí de ahí. En mal momento se me ocurrió saber cuál era la derecha.

Los consejos de mamá

“Mide tu tiempo hijita” rebotaba en mi cerebro mientras seguía platicando con Lina, una colombiana caliente, de melena alborotada y sonrisa automática que vivía conmigo. Solíamos platicar entre risas e interrupciones mutuas. Aquella mañana, tratábamos de armar el rompecabezas llamado: que-pasó-en-la-peda-de-anoche. Yo tenía un vuelo que tomar a Amsterdam a las 3 de la tarde y aún no tenía la maleta preparada.

Pero estaba confiada en mis tiempos y rutas. Los consejos subconscientes de una madre que se encuentra al otro lado del atlántico no me alteraban. Ya hacía tiempo en que mi “nueva” ciudad había dejado de ser “nueva”. Era ama y señora de mis dominios, de mi tiempo, de mi vida. Además, el acento, la ropa y corte de pelo gachupines me hacían mimetizarme en esa masa amorfa de gente que recorre en metro los subsuelos de Madrid. Túneles que yo conocía casi como si los hubiera cavado con mis uñas de silicona.

Cuando Lina me abrazó para despedirnos vi el reloj de la sala: sus manecillas marcaban las doce y media. Pensé que tal vez y tendría que correr una vez que llegara al aeropuerto. No le vi ningún problema. Como sea, mi maleta al hombro apenas y pesaba. Como experta viajera sabía la cantidad exacta de ropa que llevar.

El metro no estaba tan lleno. Aquel sábado de otoño los madrileños estaban relajados y sonrientes. Aunque el calor comenzaba a ceder, aún no era tiempo de que esas señoras de pelo corto y rubio sacaran sus abrigos largos de piel que las hacen ver como osos emperifollados. En cambio, unos jóvenes escandalosos con piercings si traían suéter y me pregunté si el no cargar con el mío a la cintura había sido un error.

Estaba feliz y confiada, ese viaje al Oktoberfest lo había deseado y planeado desde que comencé con mi vida alcohólica. Nada podía salir mal. Con canciones de pop español en mis oídos, me sujetaba fuertemente de la barra superior del vagón, ya que decidí no bajar mi maleta del hombro, al fin que ni pesaba.

Faltaban algunas estaciones para mi destino final cuando los operadores del metro nos bajaron del vagón e indicaron que había que continuar en un autobús, ya que parte de la estación se encontraba en construcción. Pensé en el tráfico a nivel del suelo en un puente de vacaciones, por lo que decidí tomar un tren de cercanías que me dejaba en el aeropuerto. Mi guía roji cerebral me indicaba que era la mejor opción.

Caminé hacia el transbordo y me di cuenta que lo estaban remodelando. No me parecía fácil comprender la utilidad de aquella construcción. Era una sala de exhibición que intentaba pasar por encima de las vías. Me sentí defraudada y ansiosa. ¿Por esa tontería me retrasan? Para qué construyen esas pendejadas, en una estación tan transitada, como ésta.

Cuando llegué al andén del tren, lo vi partiendo. Maldito Murphy y sus leyes... Impaciente, vi la tabla de tiempos: 15 minutos para el siguiente tren. Pasaron dos trenes del lado contrario y comencé a dudar de mi sabiduría sobre el sistema de transporte. ¿Y si había leído mal la tabla de tiempos? El agobio se sentía en mi garganta y el “mide tu tiempo, hijita” se repetía en mi cerebro cada que veía el reloj del andén. O sea, cada dos minutos. ¿Estaba bien ese reloj de mierda? Los segundos se alargaban y la maleta se hacía más pesada. Comencé a sentir gotitas de sudor en mi espalda a consecuencia de los nervios y del peso que cargaba. De pronto, un fuerte aire se coló a la estación y a mi blusa de tirantes, lo que me hizo estremecer. “Llévate un suéter, hijita” se repitió automáticamente en mi cabeza. Sólo faltaba que me enfermara.

Me enojé con mi madre y con sus consejos insertados en mi corteza cerebral. Comencé a reprocharme el no haber salido antes de la casa por estar hablando de pendejadas con Lina. Estaba a punto de auto-cachetearme cuando llegó el tren y me subí.

Los trenes de cercanías son de largo trayecto, por lo que el tiempo entre estaciones es mayor... ¡Pero no tan mayor! Por las distancias que había entre cada una, comencé a sentir que llegaba a Francia. El vagón iba prácticamente solo y tuve la oportunidad de ocupar dos lugares al momento de sentarme: uno para mí y otro para mi maleta, la cual se había fundido a mis hombros. El sudor continuaba y tenía muchas ganas de llorar. Estaba segura que iba a encontrar el check-in cerrado. Ya me veía rogando a las empleadas del mostrador, inventando algún abuelo muerto o una junta importante. Me insulté en mexicano, colombiano, inglés y gachupín. Ya ni la chingaba.

Por fin llegué a Barajas. El reloj marcaba 2:15, que era la hora de cierre del vuelo. Aún así, decidí correr. Capaz que el vuelo se retrasaba… suele suceder, podría tener suerte, ¿cierto? La maleta a mis hombros pesaba como si cargara piedras en vez de ropa, por lo algunos metros después comencé a sentir que mis pulmones se escapaban por la garganta. Decidí bajar mi ritmo y seguir a pasos largos pero constantes. Aún así, veía desdibujada a la gente que pasaba a mi lado. Eran sólo una enorme mancha por sortear.

A las 2:25 llegué al mostrador de KLM, quienes ya voceaban mi nombre completo. Me identifiqué, e hicimos el trámite para obtener el pase de abordar. Por fin, bajé esa horrible maleta de mis hombros y me indicaron que corriera a la sala de espera B. Supuse que me iban a regañar, pero ni una palabra. Para eso ya tengo a una madre mexicana pegada al subconsciente.

Cuando abordé y me senté en el lugar indicado en mi boleto, aún me sentía abrumada, histérica, llena de adrenalina. Mis sienes palpitaban y en mi blusa se notaba mi transpiración. Con los hombros adoloridos, me recargué en el pequeño asiento y prometí hacer más caso de los consejos de mamá. Lamentablemente, apenas aterrizaba el avión cuando desobedecí un “No hables con extraños, hijita”.

Que no se encuentre a una gringa

Faltaban apenas tres minutos para la salida del autobús y pensábamos aprovecharlos por completo. Por eso, nos besábamos con pasión, a labios abiertos y manos exploradoras. El que los demás viajeros se incomodaran nos tenía sin cuidado. Una vez que Daniel tomara aquel autobús, sólo Dios sabía cuándo lo volvería a ver.

Cuando el empleado de Greyhound anunció la salida inminente de ese apestoso camión, nos separamos. El llanto ensuciaba mi vista, pero aún así, no pudo apartarse de Daniel, que subía a su destino primermundista. “Que no se encuentre una gringa / que no se encuentre una gringa” rezaba en mi mente.

El autobús se alejó de la estación y yo me senté en una de esas incomodísimas sillas de plástico azul a continuar con mi letanía. Quizás, si lo repetía diario y con fe, mi plegaria se haría realidad. Así lo había hecho desde que vi el infame boleto comprado.

Desolada, miraba con asco aquella estación de autobuses pueblerina. El piso estaba tan sucio que era imposible ver su color original. Casi no había luz y el olor a garnacha quemada apestaba la minúscula sala de espera.

Tirado en el piso, un indigente haraposo jugaba con una cámara de fotos digitales. Traía puesto un gorro negro y un guante del mismo color. Sólo uno. Un guante sin pareja, una mano fría en este invierno. “Sé lo que se siente” pensé, suspirando con resignación.

Desvié la mirada de aquel hombre. Ver la decadencia tercermundista me hacía recordar las palabras de Daniel. “En el norte no hay pobres” me repetía con admiración casi fanática de los hijos de Micky Mouse. “En el norte no estoy yo” le contestaba besándole los ojos. Sentí un fuerte dolor en el pecho, lo que me hizo subir los pies a la silla y abrazar mis piernas muy junto a mí. Clavé mi cabeza en el hueco que quedaba entre ellas, dejando las lágrimas correr.

Gritos y golpes me sacaron del trance. Mano-Fría se peleaba con otro indigente –gordo y peludo- por la posesión de la cámara. Tenía la mano sin guante, enredada en la sucia greña de su contrincante y le sostenía la cabeza con firmeza. El puño vestido estaba cerrado y golpeaba con fuerza los flácidos cachetes cubiertos de barba.

El gordo ya sangraba cuando la “seguridad” de la estación los separó. Ellos, por supuesto, opusieron resistencia. Entre gritos, mentadas y golpes contenidos, la cámara digital salió volando directo a mis pies. Nadie notó cuando la recogí, ni cuando comencé a recorrer las fotos con curiosidad.

En la primera foto que se mostraba estaba yo, devorando la boca de Daniel. Me asombré y seguí recorriendo las fotografías. Una a una, se mostraba la misma escena pero con distintos protagonistas y fechas. Todo un romántico resulto Míster Mano-Fría. Tal vez y aún sigue esperando a su amada, tal vez así termine yo.

Esos absurdos pensamientos se encontraban en mi cabeza cuando en esa minúscula pantalla apareció una vez más Daniel. Pero la fecha era de ayer y la mujer, mi prima Ramona. “Puta vieja” exclamé con rabia.

Al parecer, mi oración había sido escuchada. ¿Pero tenías que tomar las cosas así de literal?. Dios es hombre, me cae.

lunes, 18 de enero de 2010

Eternidad Interrumpida

Había una vez una eternidad impregnada en un beso, de esos que no se turban ante otras miradas. Él: cuarenta, con la vida resuelta y casado. Ella: dieciséis y urgida por que la siguiera tocando. Eran la pasión y la dicha encarnada. La envidia y la ilegalidad sentenciada.

El resplandor de una luna llena le recordó la sangre que no había llegado con el cuarto menguante. Maldijo anhelando. Anheló sonriendo. Sonrió llorando. Lloró durmiendo. Con los labios titubeantes, ella le informó de la dicha que le acuchilleaba el alma.

Y él, como un dios que con el hecho de negar su presencia, ratifica el derecho a intervenir en su destino, dijo NO. Un NO seco, inapelable, y déspota. Tan definitiva era turbiedad de sus ojos negros, que no verían nunca más los de aquélla.

Ella sólo recuerda a la alfombra con tinto derramado, el timbrar sin respuesta, el corazón amargado. El insomnio, las pesadillas, los cigarros. El miedo a todo, el deseo condenado, el desamparo. El fértil vientre desgarrado.

sábado, 16 de enero de 2010

Gatito Chino

Estrenaba marido cuando éste me dio un gordo presupuesto para amueblar nuestra casa. -Tú que has viajado, elige cómo la quieres decorar, Cariño-. Así que la vestí de pared a pared: colgué cuadros con figuras abstractas, atiborré los libreros de roble y coloqué grandes espejos que le dan más amplitud. Cubrí el piso con alfombras en las recámaras y tapetes en las salas. No faltaron las grandes televisiones, equipos de sonido y computadoras. Hay burós, mesas, sillas y sillones de colores obscuros y solemnes, acordes a un político y su nueva familia.

Sin embargo, en un pasillo hay una vitrina de latón que desarmoniza con la elegancia de la casa. -Es mi espacio egoísta, mí pasado- le dije cuando un gesto de desaprobación se asomó en su cara. Además, por este pasillo sólo pasa la servidumbre. Él alzó los hombros y chasqueó la lengua aceptando esa pequeña derrota.

En su interior, mi vitrina tiene un mate y su hace mucho no utilizada bombilla de metal. A su lado, una lamparita con base de alambre y pantalla hecha de pedazos de vidrios verdes. Algunos están rotos y no tiene la vela para iluminar. Un poco raspado está un avioncito de madera pintado en rojo y amarillo brillante. A la muñeca de trapo le falta un ojo, la moto-estatua de bujías se ha comenzado a oxidar y sin vodka se encuentra esa botellita de Stolichnaya que tomé en un avión trasatlántico. Al fondo, un cuadrito del arcángel Miguel.

Alguna vez todas esas piezas estuvieron libres en las repisas de una casa sin sala o tapetes. En vez de cuadros, había postales del mundo regadas, intentando adornar la blanca pared. Una casa en la que mucho tiempo sólo la habité yo.

Cada pieza cuenta una historia, unas personas, un lugar. En cada una estoy yo o al menos, una versión de mí. El último elemento que se incorporó a esa colección fue el gatito chino. De color dorado, su altura no pasa diez centímetros. Su larga cola apunta hacia arriba y está en tres patas, ya que la cuarta la utiliza para saludar.

En el 2010 visité Pekín. Mi estómago aún se estaba acostumbrando a su grasosa y exótica comida, pero negaba a comer en restaurantes para turistas. La fila para entrar a aquel restaurant era inmensa y yo que era amante de las multitudes, me formé. Cuando por fin fue mi turno, me asignaron una pequeña mesa para una persona, bajo una de esas lámparas-bola de techo de color rojo y dorado. Me sirvieron un té que sabía a maderas y con señas ordené lo que me pareció menos asqueroso del menú fotográfico.

En la mesa se encontraba esperándome el gatito chino; lo sostuve a pocos centímetros de mi cara para verlo mejor, mientras mis dedos sentían sus finos ángulos. Otro comensal se acercó a mi mesa con una gran sonrisa y en un inglés apenas entendible, me dijo que la tradición es tomarlo, traerlo algunos días y volverlo a liberar en otro restaurant chino. -Estos chinos milenarios tan locos- pensé. Sin embargo, pocos días después y ya habiéndole agarrado el gusto a su comida, lo liberé en una mesa para dos de un restaurante de Shanghai.

Siete años después fui a Nueva York, acompañando a mi político esposo a una gira por la ciudad. La cita diplomática era en un restaurant chino, pero en éste, a diferencia de los que conocí cuando la década nacía, había que hacer reservaciones y su menú estaba en inglés.

Mi cabello ya no era rojo, no iba sola, ni cargaba un bulto en la espalda. Pero el gatito chino estaba ahí, esperando a ser tomado, para posteriormente obtener la libertad. Le conté la historia al grupo que me acompañaba y todos me regresaron una sonrisa condescendiente. ¿Hay cosas menos banales en este mundo por hablar, cierto?

Tomé el gatito y lo guardé en mi bolso de satín y de ahí directo a la vitrina. Si yo me encerré ¿Por qué no había de hacerlo él?

lunes, 11 de enero de 2010

Hot Cakes


Aquel domingo, Pedro quería verme para desayunar. Yo agonizaba, por lo que llamé para cancelar la cita con mi primo favorito. Apenas contestó su celular y sin siquiera saludarme, amenazó: -Ni te atrevas a plantarme otra vez porque te mato-. Qué bien me conoces primito, pensé. Y como las 9:30 es una hora muy de madrugada para morir, tomé un par de aspirinas para calmar la cruda y con lentes obscuros busqué un taxi en la avenida, indicándole la dirección de los famosos hotcakes.

Pedro ya estaba en la sala de espera cuando me vio llegar y con una sonrisa que Luis Miguel envidiaría, se burlo de mi facha: el pants rojo y la sudadera rosa combinaban ofensivamente y mi pelo recogido en una colita aún estaba revuelto. -Hola borracha, de menos hubieras invitado- me dijo al tiempo que sentía su rasposa barba en mi mejilla y escuchaba un beso al aire. Bajé un poco los lentes para verlo bien: Su pelo estaba limpio y engominado, olía a perfume caro, vestía Levi's y una playera que publicitaba a Abercrombie. Guapísimo, como hace 20 años Luis Miguel.

En la entrada estaba el Jefe de Camareros, un joven con una fingidísima mueca de servicio. Al observarlo un poco, noté su manía por acariciar los botones de su chaleco. Tenía una postura incómoda, cómo si le apretara o quemara la ropa. A nuestro lado, una familia de cochinitos chillaba por unos hot cakes. Eran el padre, la madre y el escuincle. Todos con cargaban una desparramada panza y la misma cara pedante. Aunque el padre era calvo, la madre estaba maquillada como payaso y el niño se comía los mocos. Los padres alegaban que en Estados Unidos no pasaba eso, que lo mejor sería reportarlo a la gerencia, que cómo era posible si ellos eran clientes fieles de la cadena. El cochinito mocoso comenzó a llorar por su ración matutina de harina y leche, lo que incrementó mi dolor de cabeza. El Jefe de Camareros estaba abrumado, el tic de los botones se incrementaba, y supongo que para liberarse de ellos, les asignó inmediatamente una mesa.

Cuando por fin nos asignaron una mesa, nos tocó a un lado de la Familia Cochinitos. El niño ya había sido silenciado con una dotación de Canelitas, sin embargo, aún no había comida que ocupara la boca de sus rechonchos padres, quienes seguían lanzando insultos para los trabajadores del restaurant.

A Pedro parecía no importarle y comentaba con entusiasmo el menú:
-Uy, ¡los de chocolate son bue-ní-si-mos! O mejor estos de manzana y canela. Igual unas crepas saladas, mmmm-
(oink oink como en McAllen, oink oink mejor Apple bee’s, oink oink eran en aquel mall?)
-Ajá- contestaba yo.
-A mi abuela le encantará este lugar, ¿No crees? Deberíamos de invitarla un día.
(oink oink sirven muy poco, oink oink de chocolate con nuez)
-Ajá- volvía a darle el avión.
-¿Me estás dando el avión, cabrona?
-Ajá- reí.

El soliloquio de mi primo fue interrumpido por los gritos del Papá Cochino, que tenía agarrado del brazo al jefe de meseros y le recriminaba. -¡Tenemos UNA HORA esperando! ¡UNA!- El flaquito puso cara como si lo tuvieran agarrado de los huevos y con voz quebrada respondió: -E-e-esta-mos-s- po-por sacar-r su or-den-n. Mamá Cochina se tocaba el escaso pelo rubio en señal de desesperación y cómo si le hablara a la virgen pronosticaba su muerte por inanición. El hijo ya se había terminado sus galletas y estaba a punto de llorar.

Pedro puso cara de asco y me susurró: -Qué nacos, por lo visto, el dinero no compra educación- Y como si el alboroto de la Familia Cochinitos hubiera terminado, me preguntó con tranquilidad:
-¿Ya sabes que pedir?-
-Unos huevos a la mexicana- contesté masajeando mis cejas.
-¡Cómo! ¿No vas a pedir HOT CAKES?- me reclamó en un tono excesivamente alto, lo que ocasionó que los comensales de las mesas cercanas me voltearan a ver. Incluso la Familia Cochinitos se dejó de oznar.
-Te dije que estaba cruda, ¿quieres que vomite?-.
-Está bien- y suspiró resignación -Tú ya no tienes remedio-

Nos acababan de tomar la orden cuando me disculpé con mi primo y me levanté al baño. Intenté tomar mi bolsa de la silla de junto, pero se había atorado. Jalé más fuerte y nada. Más fuerte y salió volando directo a la charola que traía la inmensa orden de hotcakes para la Familia Cochinitos, dejando a esos pedazos de harina sobrevaluada en el piso.

Pedro se dio cuenta de mi monumental estupidez, me tomó del brazo y me apuró -¡Vámonos! ¡Vámonos!-. En nuestra huída, escuché los desgarradores gritos de Mamá Cochina -noo hijitooo! nooo!- de reojo, vi cómo el niño se había lanzado al suelo y rumiaba los restos de comida. Papá Cochino se había levantado de su lugar, pidiendo a gritos al gerente. Petrificado a la puerta del lugar, el Jefe de Camareros nos miraba con angustia mientras corríamos al estacionamiento. Con enfado, mi primo le puso un billete en el ojal y se disculpó.

Ya en su coche, Pedro no me dirigía palabra. Tomé un poco de los restos de chocolate que habían quedado en mi bolsa y lo probé -Tenías razón, el chocolate está delicioso-. Los frenos de su Jetta chillaron, Pedro quitó los seguros del coche y apuntando con su dedo índice a la calle me ordenó:

-Bájate.

sábado, 2 de enero de 2010

La otra

La semana pasada me enteré que yo soy la otra. Sentada en una banca incómoda de aquel frio salón, observé a mi alrededor y me di cuenta que sí, soy la otra. Hace seis años llegué a vivir a Querétaro. Unas semanas antes me había enamorado del centro histórico adoquinado, de los atardeceres turquesa y de las iglesias coloniales pintadas en amarillo mostaza. En aquel entonces, llegué a trabajar a una empresa que venía del norte del país, llena de no-queretanos.

Y como pasa con los grandes amores, poco a poco fui conociendo más de sus calles e historia. Aunque siempre lo hice rodeada de extranjeros como yo. Entonces me quedé vivir aquí. Hace poco, me inscribí a un diplomado en Historia de Querétaro en el que me enteré que soy la otra.

Durante la última clase, “usos y costumbres queretanas”, mis compañeros comentaban que en los cincuentas, los queretanos “originales” vivían en el centro y llamaban despectivamente los otros a aquellos que llegaban a vivir del rio Querétaro (avenida Universidad) hacia afuera. Lo que hoy es la colonia Primavera.

Los otros traían costumbres que atentaban contra la moral queretana. Eran libertinos, ladrones y se corría el rumor que ni se bañaban. Estos emigrantes ni siquiera a las leyendas respetaron, puesto que hasta a las brujas expulsaron de la colonia por la que antes paseaban y que ahora lleva su nombre.

En respuesta, los queretanos se encerraron en su precioso centro histórico y conservaron sus costumbres y tradiciones. Explicaban con una mezcla de emoción y añoranza que en los setentas, aún se “echaba reja” y que alguno de los hijos -sin importar el sexo- se quedaba soltero para cuidar a los padres hasta su fallecimiento.

Por supuesto, el enterarme de todas estas costumbres me tenían en shock. Durante el receso, observé a mis compañeros de clase: todos mayores que yo y todos –a mi parecer- muy queretanos. Hablan un lenguaje de común de calles y acontecimientos de los que yo quedo excluida. Se visten sin llamar demasiado la atención, hablan con tranquilidad y se preguntan por familiares y amigos con los que han convivido toda su vida. Y que yo llegué sin bañarme, cruda y con el pelo pintado de rojo…

Comencé a fijarme en el cuello de las señoras que asisten. A la que no le veía un crucifijo colgando era porque estaba utilizando bufanda. Sin embargo, una de ellas traía una figura plata en relieve, pero no encontraba forma de qué. Era curvilínea y tenía un hoyo en medio. La verdad es que le encontré forma de vagina, lo que se me hizo muy extraño.

Le pregunté sobre su dije y mirándome con incredulidad me dijo: “Es la Virgen de Guadalupe”. Lo dijo en un tono de voz que clarito escuché “otra pinche hereje extranjera”. Las demás señoras me voltearon a ver con desprecio. Me disculpé justificando tan aberrante equivocación con miopía. Apenada, me alejé de ahí.

Todos esos descubrimientos se amontonaron todo el día en mi cabeza. ¿Cómo nunca lo había notado? ¿Cómo es que la gente de la ciudad que amaba y que me había recibido era tan diferente a mí? ¿Qué es lo que le queda a este Querétaro?

viernes, 1 de enero de 2010

Y usted, ¿De que se quiere morir?

Bajo la lluvia, un hombre con paraguas se acercó caminando tranquilamente. El paraguas estaba cerrado y lo sostenía con elegancia a modo de bastón. Sólo le faltaba el bombín, el frac y el monóculo, para parecer uno de esos hombres de sociedad de principios del siglo pasado. Uno muy mojado, eso sí. Pero el porte sí que lo tenía. Bajando un poco su cabeza y con un ademán a modo de pequeña reverencia, me ofreció su paraguas.

Esa noche regresaba del trabajo y esperaba el camión cuando comenzó a llover, por lo que me refugié en el toldo verde de una tienda de cigarros. Sin embargo, la lluvia comenzó a arreciar y yo temía por la seguridad de mi nueva y costosa cámara. Supongo que la preocupación se notaba en mi rostro y que por esa razón el hombre se acercó y me entregó su paraguas.

-Toma, no te preocupes que pronto dejará de llover- me dijo sin esperar una respuesta. Entró a la tienda y cinco minutos después salió con un cigarro encendido.

Tal como lo predijo, la lluvia torrencial había disminuido y el hombre mirando al cielo exclamó -Te dije que pronto dejaría de llover- Yo me limité a sonreír.

Se recargó en la desprotegida pared y siguió fumando a largas bocanadas. En sus sesentas, lo blanco en su barba comenzaba a dominar. Pronunciadas arrugas se formaban en sus ojos, ya que los entrecerraba para protegerlos del chipichipi que aún caía. Su piel era obscura -más bien quemada-, su nariz aguileña y en la frente tenía una cicatriz. No, no podía decirse que era un hombre guapo, pero la pose, el gesto, el desenfado mezclado con elegancia bajo la lluvia llamaron mi atención.

-¿Por qué no se refugia bajo el toldo?- Le dije, haciéndole un espacio.

-¿Para qué? Si de algo nos tenemos que morir. Personalmente, apuesto por enfisema pulmonar - Me dijo sonriendo con malicia y levantando el cigarro. –Y usted señorita, ¿de qué se quiere morir?-

La pregunta me sorprendió. ¿Qué clase de persona hace esas preguntas? Sin embargo, decidí seguirle el juego e inventar distintas y excéntricas “muertes”.

-¡Devorada por los leones! O en un parto de trillizos. No… ¡mejor un asesinato! que mi amante en un ataque de celos me tire desde un décimo piso. O que sea víctima de un fuego cruzado del narcotráfico y que en la investigación policiaca me confundan con una de ellos y nunca se sepa que morí. Mejor me aviento a un volcán en erupción… la lava roja me hipnotiza. ¿Son impresionantes los volcanes, no cree?

El hombre seguía fumando y mirándome a los ojos exclamó -Piénselo bien señorita, que se le puede cumplir-

-En un accidente- respondí con seguridad- rápido y en seco. Sin demasiada sangre, pero que en un instante, saz! deje de existir.

La luz artificial de un faro lo iluminaba a la perfección. La lluvia seguía, pero en pequeñas gotas que permitían que el humo que salía de su boca ascendiera formando extrañas figuras. Su pelo y barba estaban mojados y pequeñas gotas se resbalaban por su rostro. Sin embargo, eso parecía no importarle y disfrutaba cada bocanada del cigarro.

La escena era perfecta, por lo que saqué mi cámara y con un tímido “¿Puedo?” lo comencé a fotografiar. La Iluminación difusa daba un balance que nunca antes había fotografiado. Con o sin flash, la escena resplandecía. Le hice close-up, cuerpos completos. Cada foto era mejor que la anterior, lo que me tenía muy concentrada. Ya veía mis fotos en una exposición en Nueva York, en revistas de prestigio, ganando el Pulitzer…

Entonces vi esa fuerte luz y escuché un fuerte grito acompañado de un rechinar de llantas. Y así fue como llegué aquí. Y tú… ¿Cómo te convertiste en recoge-muertos?