miércoles, 12 de enero de 2011

Mi perro Spot

Para mis papás que me compraron el libro de Mi perro Spot.


SPOT

La palabra, roja y brillante, abarca el tercio superior de la portada de aquel libro. Mariana sabe, porque muchas noches se lo ha dicho su padre, que “Spot” significa punto en inglés. Aunque no sabe qué es “inglés”, no le importa. Pocas cosas son relevantes cuando Mariana está bocabajo sobre la alfombra y hojea las páginas plastificadas de aquel libro.

Un olor a jitomate quemado sale de la cocina. El aceite caliente grita al contacto del caldo rojo que llena la olla. Sopa aguada otra vez. Mariana madre sabe que la hija sólo se come el pollo revuelto con sopa de letras. Debes dejar de consentirla tanto le ha dicho Alberto, su marido. Pero el calor que le fríe el cerebro es más fuerte que las ganas de educar. Mariana madre no tiene ganas de discutir durante la comida o de hacer estúpidos juegos para convencer a la niña de comer otra cosa que no sea sopa de letras con pollo desmenuzado.

En la sala, Mariana hija ha dejado de leer el cuento y juega a gritos con un perro de peluche blanco con puntos negros, idéntico al del libro. La Mariana madre se aprieta la cabeza jalando la mascada que envuelve su pelo negro. Ve a la niña jugar y sonríe al recordar el berrinche que Mariana hizo en el súper con tal de conseguir aquél muñeco. La consientes demasiado, no tenemos dinero para eso, le dijo aquella noche, su marido.

¡SPOT! Spoto spotito cara de changüito. ¡Ladra! ¡Top Pot spotito! Ven aquí perrito, toma tope spotito, perro topo topotito! Spot perro, sentado, quieto, ¡brinca! ¡Ay Spotito! eres un perro topo, ¡totopito!.

Las patas blancas del perro de peluche se ensucian con el polvo del piso. El pelo del animal ya está tieso a fuerza de lavadas. Las rodillas y las palmas de la niña se han llenado con la mugre que ahora mancha su frente. Al verla, la madre aprieta un poco más la mascada de su cabeza y de las axilas toma a la niña del piso y con suavidad la pone en la alfombra obscura. Ni un grito o reclamo sale de su boca. En cambio, sus labios dejan un beso en la frente de la niña.

Mariana hija voltea hacia arriba y sonríe. Garganta y piernas se tranquilizan ante ese beso. ¿Leo más mami? Sí hija, lee más. Cómo no consentirla, piensa Mariana madre al ver sus ojos negros y grandes en los de la niña. La madre se endereza y el calor en su cabeza vuelve. Una siesta antes de la comida, spot totopito.

Mariana hija lee. Mariana madre llena un vaso de agua y toma otra pastilla. Mariana hija da vuelta a la hoja del libro que cae con un golpe seco. Mariana madre cierra los ojos. Mariana hija coloca muy cerca de su cara a Spot el de peluche y en voz alta le cuenta las aventuras de Spot, el de colores y papel. Mariana madre duerme.

“En la cama de Spot hay un reloj que suena juerte, y así no extraña el corazón de su mami” dice, serena, la voz infantil. Mariana recuerda el corazón de su padre tamborileando contra su oreja, cuando ella se acurruca en su pecho por las noches. El olor a sudor no molesta a Mariana, pero si molesta ahora al padre, que está atorado en una interminable sucesión de luces rojas que parecen nunca cambiar a verde.

Alberto se lleva el sudor de su frente con una mano y la otra se funde al volante. Después de recorrer el cuello y la espalda, su transpiración se estaciona en el cinturón. Alberto se endereza y enciende el aire acondicionado del coche a la potencia máxima. El aire en sus sienes lo refresca un poco, lo suficiente para dejar de maldecir y soportar el tráfico del medio día.

Mariana madre duerme, Mariana hija se levanta y avienta el libro a la mesa del centro de la sala. Alberto voltea a la acera y sonríe: un perro, idéntico a Spot, duerme bajo la sombra de un árbol. En poco tiempo un peluche no será suficiente, piensa Alberto. Mariana canta acunando al perro de peluche y sus “Top Spot Topotito perrito Topo Spoto” inundan la sala. Las piernas regordetas vuelan de un sillón a otro, aprovechando la siesta de la madre.

Sólo unas cuadras más. Las tripas crujen. Una silla se arrastra chirreando por el piso. El olor a jitomate quemado sale junto al humo de una olla. Otro rojo que hace estallar las bocinas. Un vaso que suda agua y deja marca en el buró. El perro que golpea el mango y empuja la olla. Estruendo del metal contra el piso, gritos de auxilio agudos, llantas que rechinan en el pavimento que hierve.

Alberto mete la llave en el cerrojo y empuja la puerta que llega a la cocina. Una nube gris escapa de la habitación y llena sus pulmones con olor a desgracia. El corazón brinca contra la corbata y un desesperado Mariana flota de su garganta. Mariana hija responde con llanto. Mariana madre responde con dolor . Alberto suelta el saco y el portafolio y corre hacia sus Marianas, guiado por un camino de letras rojas en el piso. Las pequeñas manos de Mariana hija luchan entre el tocarse y no tocarse la cara. De rodillas está Mariana madre; un brazo funde el cuerpo de su hija contra su pecho y con la mano libre borra las letras de la cara de su hija, ayudada con las patas del perro Spot.

sábado, 8 de enero de 2011

Ricardo Garibay y sus mujeres

Hasta los años cuarentas, cada mujer era una forma de la desventura. Después, cada mujer ha venido siendo una forma de amargura de vivir o del esfuerzo denodado por convertirse en un ser humano de verdad. Voy apartando a ésta, a ésa, a aquella otra, para hace una galería de mujeres de hoy: cómo son y contra qué se anulan hoy día. Y hallo eso que digo, y esto: son todas ellas las formas de la soledad, nadie está ni puede estar para ayudarlas a ser o a no ser. Acaso esto sea lo que más las lastima.

Ricardo Garibay, Mujeres y perplejidades literarias.

Ricardo Garibay tomaba fotografías con letras. La nitidez de sus imágenes nos obliga, como lectores, a oler la mezcla de sangre y sudor del Púas Olivares; a reírse ante la conversación sin tema de dos padres de familia en Acapulco; a sentir los pies cansados por intentar finalizar los trámites burocráticos. Como observador, Garibay era meticuloso. Como escritor, implacable, lírico, obsesivo. Sabe que el oficio de escritor no es otro que narrar. Narrar sin juicios, sin subir a pedestales. Narrar de lo que se ve, de lo que se vive, comprometiéndose con su literatura.

Sin dejar a un lado las capacidades narrativas de Garibay, en estos párrafos intentaré plasmar el impacto que las mujeres de la obra literaria de Ricardo Garibay han tenido en mi vida.

Primero fueron sus Treinta y cinco mujeres, la galería de la que habla el autor. Jóvenes, viejas, casadas, solteras, emancipadas. Mujeres de ciudad, de campo, solitarias o llenas de hijos. Treinta y cinco vidas que, en una primera aproximación, tienen muy poco que ver conmigo. Sin embargo, de cada una de ellas pude extraer un perdón, una sonrisa. Un momento de lucidez, en los que, como dice Zoila “Ya puedo ponerme a vivir”.

Eso es lo maravilloso de la literatura: el encontrarme en la vida de otros y entender que, quien está del otro lado del espejo, soy yo. Apartarme por un momento de las obligaciones y retos que tengo como mujer (o me han asignado). Verme como Ricardo Garibay vio a esas mujeres: sin criticar ni enaltecer. Utilizar a las letras como un vehículo que me aleje del día a día, donde mis oídos sean sordos al ambiente y escuchen aquello que no sabía que estaba buscando.

Las mujeres de esta actualidad caminamos, buscamos, encontrarnos con nuestra condición humana. Abogamos por una independencia y el derecho a escribir nuestra historia. Ante estas circunstancias ¿Cómo debe ser un personaje femenino de ficción? ¿Qué herencia seguimos arrastrando de nuestras abuelas?

Ricardo Garibay intentó contestar esta pregunta en Triste Domingo, una novela en la que la protagonista, Alejandra, es una mujer fuerte, recién divorciada, que no tiene mucha idea que hacer con su vida. En eso aparece Salazar. Sin nombre, sólo Salazar. Un ejecutivo exitoso, conocedor y encantador que la arrastra y le enseña su mundo. Ella atiende, aprende y crece. Un día, y sólo porque la vida tiene ese tipo de accidentes, Alejandra conoce a Fabián. Joven, poeta, introvertido e inexperto, que se enamora de Alejandra con sólo mirarla tomar café y escribir. Entre ellos dos, Alejandra se pierde. Elegir a uno, es perder al otro, es dejar media vida. Como diría Cristina Rivera: esa exagerada manera de sentir.

A simple vista, Triste Domingo es la historia de un trío amoroso. Para mí, es la historia de una mujer que no es dueña de su vida y que ésta se le va entre dos hombres. La protagonista no hace -o no puede hacer nada- al respecto. Entendí que a veces, la vida se nos va así. Entre el trabajo, las responsabilidades, los amores, los sueños.

En Lía y Lourdes, Garibay explora el tema de la rivalidad entre mujeres. Esa rivalidad que existe a pesar del amor que se tengan. El trío, ahora, se da entre sobrina y tía. En el otro vértice del triángulo está un pintor. La diferencia entre las mujeres, no sólo es de edad. Cada una completa a la otra, en experiencia, inocencia o madurez. Y las dos sienten, aman y lloran con la misma intensidad.

Lía y Lourdes son puro sentimiento. Y cargan con las consecuencias de ser así. La racionalización, el debe ser, queda atrás. ¿Por qué culparnos de sentir?

Ni la literatura y mucho menos Ricardo Garibay tienen las respuestas o la solución a los retos que las mujeres enfrentamos. Al final, la decisión cae de nuestro lado. Sin embargo, con estas mujeres he aprendido a no criticarme con tanta dureza. A disfrutar de la vida, a seguir mis sentimientos