lunes, 18 de enero de 2010

Eternidad Interrumpida

Había una vez una eternidad impregnada en un beso, de esos que no se turban ante otras miradas. Él: cuarenta, con la vida resuelta y casado. Ella: dieciséis y urgida por que la siguiera tocando. Eran la pasión y la dicha encarnada. La envidia y la ilegalidad sentenciada.

El resplandor de una luna llena le recordó la sangre que no había llegado con el cuarto menguante. Maldijo anhelando. Anheló sonriendo. Sonrió llorando. Lloró durmiendo. Con los labios titubeantes, ella le informó de la dicha que le acuchilleaba el alma.

Y él, como un dios que con el hecho de negar su presencia, ratifica el derecho a intervenir en su destino, dijo NO. Un NO seco, inapelable, y déspota. Tan definitiva era turbiedad de sus ojos negros, que no verían nunca más los de aquélla.

Ella sólo recuerda a la alfombra con tinto derramado, el timbrar sin respuesta, el corazón amargado. El insomnio, las pesadillas, los cigarros. El miedo a todo, el deseo condenado, el desamparo. El fértil vientre desgarrado.