lunes, 21 de diciembre de 2009

El llanto del cielo rompió el silencio queretano

Bajo la lluvia, un hombre con paraguas se acercó caminando tranquilamente. Me sorprendí al verle, puesto que era el único que contaba con protección ambulante ante esta repentina tormenta.

Media hora antes, el sol abarcaba todo. No había una nube que interrumpiera ese inmenso azul. La procesión apenas comenzaba cuando un fuerte viento anunciaba el caos en forma de nubes grises. Gotas gordas comenzaron a golpear con fuerza a los callados fieles congregados aquel viernes santo.

Cuando comenzó a llover, las cofradías sólo apuraron el paso, sin embargo, minutos después tuvieron que correr. Los menos devotos se olvidaron de la cruz que cargaban, se remangaron las enaguas y corrieron a protegerse a los pocos techos que se encontraban cerca. Las cruces quedaron abandonadas a media calle, como un improvisado cementerio. Otros, más estoicos, aguantaron sin inmutarse los embistes de la naturaleza o de Dios, como los entrevistados dijeron mas tarde en los noticieros.

Pero la gran alharaca la armaron los niños, quienes vestidos de angelitos, comenzaron a buscar a sus madres. Mientras lloraban, corrían en todos sentidos y algunos se golpeaban contra las cruces de madera o las cadenas que los participantes cargaban. Otros al borde de la histeria eran los líderes de cada cofradía puesto que las santas imágenes que momentos antes llevaban en sus hombros, corrían el riesgo de echarse a perder.

Empapada, me quedé en medio de la calle observando el caos y pensando cómo titularía mi artículo para el periódico del día siguiente:

“Procesión del silencio callada por Dios”
“No hubo silencio en este viernes Santo”
“El llanto del cielo rompió el silencio queretano”

En esos absortos pensamientos me encontraba cuando el hombre del paraguas se acercó y dijo seriamente:

-El problema es que no escuchan, apenas ayer dijeron que iba a llover con fuerza.

-¿En serio? ¿Lo dijeron en las noticias? Le pregunté incrédula, mientras protegía mis ojos del agua. Así lo observé mejor: vestido completamente de negro, su pálido rostro no reflejaba sentimiento alguno. En el dedo medio de la mano que sostenía al paraguas, llevaba un anillo muy grande y puntiagudo que me llamó la atención. Tenía grabado en relieve un dragón con unas letras que no alcancé a distinguir, ya que el hombre se dio cuenta que lo observaba y rápidamente cambió el paraguas de mano.

-No, lo dijeron en la liturgia- me contestó de manera seca y se fue.