viernes, 12 de febrero de 2010

Esa no soy yo

Derrotada sobre mi cama, escucho el agua caliente caer sobre el acrílico en el fondo de la bañera. Una espesa capa de vapor se extiende y abarca todo. Cuando entro al baño, esa neblina intenta escapar de la habitación. Cierro la puerta, aún estoy vestida. Son cuatro días ya con la misma ropa; uno más y ese conjunto de pants y sudadera se fundirá con mi piel.

Abro la cortina: el agua que contiene la tina apenas va por la mitad. Decido esperar, el melódico choque de agua contra agua me reconforta. Comienzo a desnudarme con pereza. Saco el pants con todo y calzones ¿En qué momento me puse doble calcetín? No logro recordar ni me importa mucho hacerlo. Camiseta y sudadera salen por la cabeza, embarrando mi olor en la nariz.

Sé que huele a mí, pero no lo reconozco. Le falta sus feromonas, le falta su sudor.

Aunque estoy desnuda, no siento frío. La piel se humedece y el vapor me abraza, respiro el agua y siento el calor invadiendo mi cuerpo. Limpio del espejo de esas gotitas condensadas y miro mi reflejo. No me encuentro, esa no soy yo. Mis ojos no tienen vida, mi nariz está chueca y mi boca es demasiado delgada. Esa no soy yo.

Abro el agua fría del lavabo, la recojo con ambos manos y la vacío en mi rostro. La temperatura me despierta, pero no me hace reaccionar. Vuelvo a inspeccionar mi reflejo tratando de encontrarme, pero hasta el color de mi piel cambió.

Despacio y con suavidad toco mi rostro, bajo por el cuello y me detengo en los pezones de mi pecho. La punta de mis dedos acarician y después presionan. Nada. Mis yemas no reconocen la piel. Apenas y siento, apenas y vivo.

El agua casi desbordándose me despierta del letargo exploratorio. Cierro la llave y olvido a la del espejo, mientras me sumerjo en la bañera. El agua está caliente y mi cuerpo duda por un instante, pero me obligo a entrar de golpe, hundiéndome por completo.

Sumergida, escucho mis movimientos y siento mi cabello flotar. El agua que me rodea logra calmar el vacío de mi pecho, me reconforta y me da paz. Sostengo la respiración lo más posible; no quiero salir de ese útero materno, no quiero sentir la realidad.

Pero mis pulmones no obedecen mis deseos y me obligan a salir. Bocanadas de aire húmedo se traban en mi garganta y comienzo a toser. Procuro relajarme, no quiero causarme un ataque de ansiedad.

Recargo mi cuello en la orilla de la bañera, pero no cierro los ojos porque sé que en el instante que lo haga, esa imagen que sigue en mi cabeza aparecerá. Me incorporo para alcanzar el estropajo y el jabón. Con torpeza levanto mi pierna derecha y el chapoteo que provoca al resbalar de la orilla me hace sonreír. Vuelvo a subirla, ahora con más decisión.

Tallo el tatuaje que está en mi pantorrilla, ése sí que no se va a ir. Continúo tallando mi cuerpo con fuerza. Más que limpiar, quito. Remuevo sus manos, su semen, sus besos. Suprimo mis deseos, mis ansias, mis ganas de no ser yo. Lo arranco de mi sangre, de mis vísceras, de eso a lo que él llama alma y yo le digo ser.

El agua comienza a enfriarse y el aire ya no es húmedo; sé que en poco tiempo el frío me comenzará a invadir. Retiro el tapón de la tina y siento cómo el agua recorre mi cuerpo, lo acaricia con ternura y se lleva por la cañería aquello que no quiero más en mí.

Salgo de la bañera y vuelvo al espejo. Del pelo escurren ríos por mi cuello y pecho. Siento su recorrer por mi cintura y mis nalgas. Mi vista sigue su cauce, no quiero mirar algo más. Pero es imposible no enfrentarlos. Encaro a esos ojos cafés que se sorprenden al ver el agua que surge de ellos. ¿Cuándo comencé a llorar?

Mis pupilas se clavan en las del reflejo y descubro un ápice de mí. Por fin, empiezo a reconocerme, a liberarme de él.