lunes, 12 de abril de 2010

Tres pedazos de Norberto

Para los Muñoz
I.
Trabajar como Ingeniero Civil era ventajoso para Norberto. No sólo le proporcionaba la libertad de recorrer el norte del país manejando con un cigarro en mano, sino que también le daba la oportunidad de visitar y vigilar a todas sus viejas e hijos. Y es que a mediados del siglo pasado, el tener un harem bien administrado no era motivo de escándalo. Con tener a todos bien vestidos, alimentados y estudiados era suficiente.

El título de egresado del Politécnico que aún cuelga en la sala regresa a un hombre moreno, de orejas largas y pequeños e inquisidores ojos. Cuca admite que no era guapo y se sonroja un poco cuando le preguntan que le vio a Norberto. Esas cosas no se dicen contesta ella, pero es bastante obvio que Norberto eligió a Cuca como madre de su segunda familia por las amplias caderas, los enormes ojos negros y la boca carnosa. Esa prole se quedó en 5 hijos y durante mucho tiempo, estuvo fincada en Chihuahua.

Una noche de otoño una patrulla llegó a su casa. Cuando el ruido de la sirena que acompañaba a esas luces azul y rojo calló, un niño de grandes orejas y la mirada en el piso bajó del auto. Un policía le explicó a Norberto que su hijo había estado apedreando la estatua que honra la memoria de Pancho Villa.

El vándalo conocía la idolatría del padre por el héroe / bandido y lloraba por anticipado por los cinturonazos que estaba a punto de recibir. Hubiera preferido compartir una celda llena de miados y delincuentes que enfrentar con las nalgas el castigo del padre.

Ya dentro de la casa, madre e hijos aguardaban con espanto el castigo. Por delante entró el pequeño infractor y ahora su llanto estaba acompañado de gritos de arrepentimiento. El ceño fruncido y los ojos parpadeando de Norberto hacían esperar lo peor. “¡Ah que hueco tan exagerado!” Dijo Norberto burlándose del llorón y a coscorrones lo mandó a su habitación.

II.
Es verano en el Distrito Federal y la casa está llena de niños. Sus padres los abandonaron ahí sin una razón aparente, para que jueguen, nomás. El pelo entrecano que le queda está peinado hacia atrás y muestra una gran frente morena. Un bigote fino sobre la boca le sigue dando a Norberto ese aire de sofisticación que alguna vez le consiguió muchas viejas.

Norberto acomoda sus largas piernas en la mecedora, mientras toma un caballito de tequila. Una bandada de chiquillos salen corriendo de los cuartos de la casa al grito de “¡Huercos! ¡Vengan para acá!”. Se sientan en el piso, alrededor de la mecedora del abuelo para escucharlo contar historias de Pancho Villa y de los días en que vivió en Parral.

Las caritas atentas escuchan como si fuera la primera vez, la historia del día en el que Norberto fue a ver el coche que aún tenía el cuerpo tibio del centauro del norte, cuando corrió a verlo después del ruidajero que armaron los balazos que acabaron con su vida. “¡pum, pum, pum!” mataba el abuelo a sus nietos con las manos que simulan una pistola. Entre risas, los niños caen al piso sólo para levantarse de un brinco y corretearse alrededor de la mesa.

Desde la cocina, la regia voz de Cuca reprende al marido: “¡Norberto, no aloques a los niños!”. Pero ni los niños o el abuelo hacen caso y cruzan una mirada de complicidad. El abuelo se sirve más tequila y permite que los niños metan un dedo al caballito. Al probar la bebida de adultos, los niños vuelven a correr y dan vueltas en círculos hasta marearse y asegurar que están borrachos.
Por la tarde, los padres recuerdan que habían abandonado a sus hijos y vuelven a la guardería familiar. A regañadientes, los niños se despiden. Con los brazos pegados al cuerpo, doblan los codos ante el ¡Póngase fuerte! del Norberto, quien los toma de los codos y los levanta sus casi 1.80 metros para darles un beso en la frente.

III.
El frío invierno del bajío no se siente en aquella casa atiborrada de gente. Los hombres se emborrachan, los niños se esconden de sus madres y los adolescentes se besuquean en las esquinas. La fila para los tacos de guisos sea comenzado a alargar y casi llega a la esquina en donde está sentado Norberto, quien tararea algún corrido mientras mueve la cabeza y el pie.

Norberto no sabe porqué está ahí, de quien es la casa o porqué hay tanta gente. Una fina capa blanca se extiende sobre sus ojos y se extiende hasta su mente. Pero como todos están contentos, él también lo está. “¡Pst, huerco! ¿Pa’ qué es la fila?” Pregunta a un comensal y como respuesta recibe unos tacos. Come aunque dice que no quiere. Vuelve a preguntar y recibe una dotación más. Vuelve a decir que no, pero se los termina.

Un joven vestido de mezclilla se le acerca con un vaso rojo. Toma abuelo, le dice sonriendo. A lo lejos, la voz de Cuca se escucha amenazante “Beto, deja de estar emborrachando a tu abuelo” “Es coca-cola abuelita” contesta el nieto. Norberto da un trago generoso seguido de una sonrisa de satisfacción.

“Pst huerco” grita Norberto sacudiendo el vaso rojo desde su esquina. El nieto obedece, rellena el vaso con cerveza, lo acompaña con un cigarro y se sienta a su lado en silencio mientras ven a las mujeres que bailan cumbias. Norberto le pega con el codo y, alzando las cejas, señala el enorme trasero de una de las bailarinas.

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