domingo, 12 de diciembre de 2010

Sofía lleva un cuento escrito en la espalda

Para Ricardo,
el autor intelectual de este cuento


El que se llamaran Ricardo y Sofía es irrelevante. Tampoco importan las horas que llevaban encerrados en una habitación pintada de atardecer. Lo que realmente importa, es que desde ese día, Sofía lleva un cuento escrito en la espalda.

Desnudo, Ricardo se detuvo a la entrada de la habitación rosa bengala y vio el tiempo detenido: la cama revuelta, los libros sobre el buró, la ropa tirada en el piso. Se sintió un poco ridículo por ir cargando una mesa de madera con dos tortas de conejo. Vestida con su piel de vainilla, Sofía llegó atrás de él. Le embarró las cervezas en las nalgas y el pito de Ricardo brincó.

La tripas que exigían y un “¿qué horas serán?” los había levantado de la cama. Pero ya estaban de vuelta y con una gran dotación de cervezas en la hielera, como para no salir nunca más. Sofía movió sus brazos con rapidez, arrinconando sábanas y almohadas en la cabecera de maple. Corrió a los pies de la cama y con ambas manos, la empujó contra la pared. La mentada de madre que gritó el muro apachurrado les hizo reír. ¡Shhhh! ¡Se enoja!, dijo Sofía, llevándose un dedo a la boca.

Ricardo puso la mesa sobre la cama y miró a la ventana. Las persianas se movían con el aire, entonando una canción de plástico. ¿Le cierro? preguntó Sofía, al ver los vellos ligeramente levantados sobre la piel sabor de anís. Si me hace usted favor, dijo Ricardo haciendo una reverencia con las manos. Sofía aventó la ventana y el aluminio calló la melodía.

¡A comer! gritó Sofía levantando ambas manos. Y dejándose caer, aterrizó en la cama boca abajo. La mesa bailó suspendida en el aire, junto a los platos y las latas de cerveza. Sofía se incorporó y tomó una torta de conejo. Ricardo sintió que ese olor lo tranquilizaba: era un olor a pan caliente con mantequilla que lo hacía recordar las tardes de su infancia en el comedor de su abuela. Sofía masacraba su torta con grandes mordidas; las migajas caían sobre sus pechos y panza. Ricardo la miró hasta que el crujido de pan lo sacó de su letargo. Si no empezaba a comer, probablemente se quedaría con el estómago vacío. Quedaron buenas, ¿verdad?, dijo Ricardo al sentir el conejo con aguacate en su lengua. La torta que tenía pegada Sofía a la boca se movió de arriba-abajo.

Barriendo la cama con la palma de su mano, Sofía tiró al suelo las migajas que habían caído de las tortas de conejo. Ricardo se recostó en la enorme almohada que había formado esa suave revoltura de sábanas y cobijas contra la cabecera. Lo mismo hizo Sofía, aunque su almohada estaba llena de huesos y en su interior había un corazón. Con su mano derecha, Ricardo le acariciaba el cuerpo; tenía los dedos lacios y los ojos cerrados. Ella se dejó hacer, abierta, feliz.

Sofía tomó un pesado libro del buró y comenzó a leer en voz alta. El libro amarillo comenzó a quejarse con gritos atragantados. Y es que los ojos roba-párrafos de Sofía le amputaban, una a una las palabras que leía. Asustadas, las letras descendieron por el tobogán de su voz, cayendo en la cama y en la piel de vainilla. Revueltas, algunas letras comenzaron a llorar. Se buscaban para formar sílabas, con la esperanza de hacer una palabra coherente; misión casi imposible porque las vocales débiles flotaron más tiempo en la respiración y cayeron hasta el piso. Las letras más egoístas, como la Be, la Eme o la Ene, reían a carcajadas al ver la desesperanza sobre la cama.

La mano izquierda de Ricardo despertó y quiso ponerse a escribir. Enojado, el codo aventó los dedos al aire, exigiéndole tranquilidad con violencia. Pero los dedos eran necios y el codo perdió la batalla cuando la mano se desprendió y fue a dar al piso. Con cuidado, los dedos recogieron las letras que lloraban entre las migajas de pan. De un brinco subió a la cama e hizo un montoncito de letras a un lado del cuerpo de Sofía, que descansaba boca abajo.

Con movimientos de araña, la mano izquierda comenzó a acomodar las letras sobre la espalda de vainilla. Tranquilas y expectantes, las letras susurraban cada sílaba y daban pequeños brincos, orgullosas de formar parte de una palabra. Celosas al ver la fiesta que se vivía en la espalda, las pocas Doble-u y Kas comenzaron a clavarse en la cintura de Sofía, intentando subir. Ella no pudo evitar las cosquillas, las tomó en su puño y las aventó al piso. Las letras que ya estaban acomodadas se horrorizaron, no querían terminar igual. Tampoco querían volver a ese papel blanco y ser aplastadas entre las pastas duras y amarillas. Por eso se tatuaron a la espalda de Sofía quien, desde entonces, carga con este cuento.

3 comentarios:

Lahetaira dijo...

Maravilloso. Piel de vainilla, tortas de conejo, un cuento tatuado... [aplausos]

Anónimo dijo...

Un cuento maravilloso, vole, y me transportaste lejisimos, pude despues de leerlo cerrar los ojos e imaginarme tal cual la maravilla de tus letras, estas increible..
ZABA ZANTCHER

La Rosy dijo...

Muchas gracias! :)