viernes, 2 de julio de 2010

Oro

La gordura desparramada de ese hombre sentado en la mesa del centro pasa desapercibida, a pesar del cuerpo de marrana embarazada que carga su columna. Y es que todo en aquel lugar es exagerado: sobre cada mesa cuelgan enormes candiles de largos cristales que son sostenidos al techo por gárgolas doradas. La bóveda está pintada con frescos amontonados, del que se distinguen ángeles, demonios y otras criaturas mitológicas. Las sillas son de terciopelo azul y sobre el mantel de seda blanca hay cristalería fina y cubiertos de oro.

Pareciera que al utilizar éste color exclusivo del sol -o de los dioses- el restaurante vendiera un pedazo de cielo a sus clientes. Hay oro en la tapicería de la pared, en las barras, en la marquesina, en el dosel, en las cortinas, en los marcos de los cuadros y espejos; en los picaportes, candelabros, llaves del agua, alfombras, muebles, orillas de la cristalería, floreros…

Empingüinados meseros rinden pleitesía con palabras francesas a los comensales, especialmente a la marrana embarazada que viste frac y corbata de moño. Su inmensidad gelatinosa se desborda de algo que simula ser un pantalón. Una enorme papada le cubre el cuello, llegando casi al pecho. Los guangos cachetes cuelgan tanto que jalan los párpados que descubren unos ojos negros. Su alrededor huele a cebolla y ajo; los litros de perfume vertidos no logran disimular el olor que emana de su cuerpo.

Las mesas de alrededor ya tienen clientes sentados: son un montón de pavorreales que se ensalzan entre ellos, y que al darse la espalda, gluglutean envidiosas palabras contra el recién saludado. Llevan trajes negros, vestidos enormes y todas las joyas que sus muñecas, cuello y orejas pueden cargar. Ni un cabello se mueve de esos peinados perfectos, nadie levanta la voz o expresa alguna emoción con el rostro. Ver a uno es verlos a todos. Cada uno con una versión un poco más joven, más colorida o más guapa que la anterior.

Como si el ser una marrana embarazada de 18 puerquitos no fuera suficiente, el individuo es un holgazán. Con oznidos aprueba -o no- la cantidad exorbitante de comida que el mesero propone: Foie gras, langostinos flameados, solmillo de cerdo, magret de pato, carpaccio, ensalada de cabra y piñones, ravioles de espinaca, combinado de mariscos, steak tartare, tortellini au roquefort, salmón di parma, bistró, papillote al pesto, fondant du chocolate, ensalada de frutas, fromage blanc, créme brulé, crépes, merlot, bordeaux, champagne, chardonnay, coteaux…

Tres meseros traen la primera ronda de comida, colocándola muy cerca de la orilla de la mesa. La marrana embarazada come sin manos y con urgencia. No le importa llenarse los cachetes de salsa, grasa y el pecho de vino; solo le importa alimentar a su hambrienta prole.

Para que la segunda ronda de comida sea digerible, la marrana embarazada solicita ayuda al pingüino para vomitar. Complaciente y con un oui oui mesie, el mesero coloca un guante sobre su alita y la introduce en la boca de la marrana, que abre completamente el hocico. De pronto, el pingüino siente miedo de ser devorado y duda, pero los ojos de la marrana le indican que siga. Toca tres, cuatro, cinco veces la campanilla hasta que por fin provoca el vómito liberador.

Una viscosa masa de carne a medio masticar, vino y verduras sale a chorros de la boca y en dirección a un cubo dorado. Lo hace con arcadas sin dolor, como si el vomitar fuera una función más de su cuerpo, igual que respirar.

Sin siquiera limpiarse, el gordo continúa comiendo. Mientras liberaba su estómago, hábiles meseros dejaron servida la siguiente ronda de alimentos. La escena comer-vomitar se repite, pero ahora el vómito se ha desbordado de la cubeta, de la que sale un fétido tufo a oropel.

Un distraído mesero choca contra la cubeta y resbala, vaciando su contenido sobre el piso de mármol. Además, bloquea el paso de una pareja de distraídos comensales que tropiezan y terminan en el piso y embarrados. El gordo no se inmuta y sigue vomitando sobre los tres infelices que están en el piso, y que sin éxito se intentan levantar.

Cuando la marrana embarazada retoma su cena, el mesero caído logra levantarse y se disculpa con la embadurnada pareja, quienes, a pesar de estar sucios y apestosos le hacen reverencia al gordo.

-Señor Presidente, con su permiso Señor Presidente, buen provecho Señor Presidente- y se alejan sin darle la espalda y agachados.

La pareja sale del restaurante hablando del clima, de la cena o de la bolsa de valores. Del incidente que los dejó embadurnados ni se comenta. Su chofer ya está en la entrada y con enfado sortean a un montón de pavos, gallinas y pollos emperifollados que esperan, ahora sí, entrar al lugar.

-Mira a esos estúpidos, creen que van a entrar- dice el hombre con desprecio.
-Jajá- ríe la mujer- Que ilusos, no entienden hay cosas que son de cuna, que ellos no pueden ni aspirar a tener.

2 comentarios:

Betuel Mercado dijo...

enganchado de principio a fin, sonrío

La Rosy dijo...

gracias! :)