Metió la mano entre los barrotes y jaló el pasador
de la reja. El fierro chirrió una y otra vez. Marcela caminó hasta la
puerta. Llevaba sandalias, pants flojos y una sudadera blanca y percudida que
decía Disneyland. Una liga intentaba
contener el pelo, pero más bien parecía que un nido de arañas la seguía. Tal vez está
dormido, pensó.
Las ocho de la mañana aún eran de madrugada para un domingo. Se detuvo
frente a la puerta de madera, enderezó la espalada y repasó su argumento: Aquí está tu llave, no me busques. Marcela
encogió los hombros y se abrazó las costillas. Respiró profundo y sintió que el
aire frío le encogía los pulmones. Pegó
la mano derecha y una oreja a la puerta. No escuchó nada. Tocó la puerta de
madera tres veces con el dedo índice. Puso atención. Nada. Ni siquiera
Max, el perro. Empuñó la mano y golpeó con el dorso. Del otro lado de la
puerta contestó Max con rasguños y quejidos. Marcela metió la mano a la bolsa
del pants. Sintió la llave fría y la apretó en el puño. Sacó la mano de la bolsa, abrió el puño y la
llave apareció, allí, sin brillo. Recordó que alguna vez fue la más brillante
de sus llaves. Se tomó tiempo para mirarla: era una llave sola, sin aros o
llaveros. Aún llevaba esa calcomanía en la parte plana con unas letras
gastadas, Lalo. Los quejidos de Max se hicieron más
fuertes. Marcela dejó de mirar la llave, la introdujo en el cerrojo y
abrió.
Entró y sus pasos sonaron pegajosos. Volteó al piso y vio que
estaba lleno de huellas de mugre revueltas entre vasos de plástico, botellas de
cerveza vacías, cacahuates y pelos de Max.
Aún había un poco de orina en la mancha seca y amarilla que estaba junto
a la puerta. Marcela sintió asco y se cubrió la nariz y la boca con la manga de
la sudadera. Caminó de puntas hasta la sala y se sentó.
La cola negra de Max le pegaba en las piernas. Se inclinó
para acariciarlo.
—¿Cómo estás, Max?
El perro se echó sobre el lomo sin dejar de mover la
cola. Marcela se puso en cuclillas frente al animal. Le acarició el pelo
hecho nudos de la cabeza. Mirando sus
ojos cafés le dijo con voz de aguda: Te
hicites pipí, ¿eh pequeño?. Te ganó cochinote. El perro contestó lamiéndole la palma de la
mano.
Marcela se levantó a la cocina, tomó el plato de Max y lo llenó
con agua del fregadero.
Desde la cama, Eduardo escuchó el momento en que
Marcela abrió la puerta. Dos clacs para abrir, un clac para cerrar y otro
clac para abrir. Siempre abría así. Una de sus putas manías,
pensó. Abrió un ojo y llevó la mirada hasta el buró, donde está el reloj. ¿Para qué
chingados viene a esta hora si sabe que estoy dormido? Eduardo
tomó la cobija y se cubrió la cara.
Marcela jaló una silla del comedor y se sentó.
Encendió un cigarro y decidió que se quedaría hasta que Eduardo despertara sin importar
la hora. Fumaba a grandes bocanadas, estirando el cuello y levantando la
cara.
¿Se habrá ido? Eduardo se descubrió
la cara pero ni así escuchó algún ruido. Se había alegrado de que Marcela
llegara al departamento. No pensaba levantarse y recibirla. No puede
evitarlo, siempre regresa, pensó. Las cortinas obscurecían la
habitación. Eran unas cortinas pesadas y con plástico por una de las
caras. Plástico aislante y repelente que dejaba fuera el polvo y la luz.
Se escucharon los rechinidos de las bisagras y después unos
pasos arrastrados. El cuerpo de Marcela se tensó. Se aplanó el
pelo, intentando lucir mejor. Eduardo cerró los ojos y aflojó los
labios. Relajó el cuerpo hasta sentirlo pesado sobre el colchón.
Los pasos se dirigieron hacia el comedor y Marcela vio a la figura delgada
rebotar entre las paredes.
—Qué pedo güey —dijo la figura— gran peda la de anoche ¿no,
güey?
Marcela sonrió siguiéndole la corriente.
—A toda madre, soy la única despierta, bola de rajones.
—Jga jga jga jga —rió— me largo a la verga. La figura
pateó una botella vacía y salió.
Marcela se levantó de la silla y se dirigió a la
habitación. Capaz que ni
está. Tomó el pomo de la puerta y giró. Empujó la puerta para
descubrir a un bulto del que salían los pelos de la cabeza. Se acercó a
la cama y supo que Eduardo estaba despierto. Lo sabía por su respiración.
Porque, cuando Eduardo dormía, el aire salía de su boca como una bomba de
aire para bicicletas.
Quiere jugar el muy cabroncito, pensó ella. A que no se atreve a destaparme pensó él.
Marcela enderezó la espalda y cruzó los brazos. Se abrazaba tratando de
sentirse entera. Eduardo esperaba con los ojos cerrados. Marcela
suspiró y Eduardo pudo ver, en el pensamiento, cómo su boca se abría para sacar
el aire. Se acordó de su sonrisa. De esa sonrisa que unos días
antes fue para alguien más. Los vio caminar tomados del brazo. El estómago le
dolió al recordarlo. Quiso encorvarse, pero debía continuar fingiendo.
Marcela sintió que se rompía. Salió de la
habitación con pasos largos. Se detuvo
frente al cuelga llaves de madera que colgaba de una pared de la sala. Estaba vacío.
Bajó la mano al muslo y apretó la llave sobre la tela del pants. Con un portazo, salió de la casa.
Eduardo se levantó de un brinco y corrió a la sala. Max le lamía la mano
mientras miraba por la mirilla de la puerta.
El cuelga llaves seguía vacío.
No hay comentarios:
Publicar un comentario