Para los secuaces de Horizontal _0_
Antes
Tomé La Emperatriz de Lavapiés del librero y su portada me hizo
sonreír. Como cuando veo esas fotografías con mis amigas de la prepa, en
las que abrazadas de los hombros sonreímos al camarógrafo. Todas con los
labios rojísimos y la falda del uniforme sobre las rodillas. Sonrío porque
me acuerdo de los minutos previos a esa foto, cuando al terminar el día de
escuela corríamos al baño y frente al espejo nos rolábamos el lipstick,
intensificábamos el maquillaje de los ojos y compartíamos miradas de
complicidad al doblar la falda por la cintura para enseñar esos centímetros de
muslos que las monjas nos prohibían. En esos días, solíamos compartir
lipstick, los novios y hasta la rubiola.
En la portada del libro un clavel,
igual de rojo que mis labios de preparatoriana, está sobre la barda de uno de
los balcones del Palacio de Cibeles de Madrid. Hacia abajo, la famosa
calle de Alcalá. Todo es gris, excepto el clavel. En mi memoria, la foto
es gris, excepto nuestros labios.
«Hay hombres que se acercan al
mostrador de una aerolínea con la secreta convicción de que van a morir.
Quizá porque viajar es morirse un poco. Uno viaja con lo que pueda llevar
en la memoria y lo demás se queda suspendido en los recuerdos como un exceso de
equipaje.»
Esas primeras líneas me amarraron al
libro y me senté en el piso de la Gandhi a seguir leyendo. Pocas semanas
atrás yo también había estado en el mostrador de Aeroméxico, pero al contrario
de Pedro Torres Hinojosa, yo estaba en Barajas, muriendo un poco y dejando para
siempre a mi Madrid.
En esos días usaba el pelo rojo y
vestidos de verano. Mi acento madrileño parecía molestar a los demás, en
especial el vale. ¿Vale qué
chingados? Me decían, habla como pinche mexicana. Así que me tenía que
joder de todo lo que echaba de menos y aguantar mi reflejo madrileño en el
espejo sin tener a esos adorables viejitos que lo chulearan. Tienes que superar
Madrid, ya estás de vuelta, me repetía como un mantra.
Conforme leía la historia del hombre
de 70 años que vuelve al Madrid que dejó hace 60, y que busca al amor que
perdió hace 40, las fotografías que mis ojos habían tomado unos meses antes,
comenzaron a revelarse: ángeles, diosas, caballos, búhos, alpargatas, faldas,
pelucas, tortilla de patatas, tapas y ensaladas. Las calles mojadas, el cielo
sin nubes. Todo fresco, todo a colores.
A las pocas páginas que leí me di
cuenta que comprar La Emperatriz de Lavapiés sería no superarlo. Así que
tomé Instrucciones para vivir en México,
cerré mi álbum mental y salí de ahí.
Espero que si Jorge F. Hernández
alguna vez lee estas líneas, me perdone que lo haya cambiado por
Ibargüengoitia.
Durante
Hay libros que no deben comprarse
porque es mejor que lleguen cuando ellos así lo deciden. Son esos ejemplares que alguien más leyó, que
te regalan, que encuentras liberados en una banca o te los robas de una biblioteca. Son libros que saben que no pueden darse el
lujo de ser de esos que compras y se quedan empolvándose en un estante o
soportando a otros libros dentro de una caja.
Porque hay libros que son sabios y saben que no es su tiempo.
La Emperatriz de Lavapiés llegó a mí
directo de las manos de su creador: Jorge F. Hernández. Durante 5 días, el
grupo de mueganitos de Horizontal, mi
grupo de escrituras, habíamos compartido conferencias, talleres y cantinas en
el Festival de Escritores de San Miguel. El libro compartía una bolsa de
Farmacias del Ahorro con sus hermanos y Jorge, como quien alimenta a las
palomas con paciencia, uno a uno los regaló. Y como palomas de iglesia,
estábamos ansiosos y emocionados. Extendí
la mano cuando Jorge repartía Milonga
para una intrusa, pero fue entregado a mi marido.
Ocho años después, me reencontré con
La Emperatriz. Comencé a leerlo durante
la última conferencia.
Volví a mi Madrid en cada esquina que
doblaba Don Pedro. Recordaba lo cansado que es subir por Alcalá y cuando me
perdí en Lavapiés y terminé en una tabernita donde cada botella de vino tenía
pegado un dicho. Mientras lo leía, saboreaba las tapas de jamón en la
cava baja y salivaba con el rojísimo vino. Por alguna extraña razón, Don
Pedro no repara en los azulejos cuenta historias que tienen el nombre de la
calle en cada esquina del centro. Mi preferido es el de la calle Ave
María, en el que se recuerda que ahí descubrieron ataúdes y esqueletos
enterrados de un supuesto burdel. Otros azulejos son una alegoría del nombre de
la calle, como Carretas, con una carreta y sus vacas o Bailén con dos parejas a
punto de bailar.
Sabía que volverían aquellas fotos
que sentada en el piso de la Gandhi corté: un ángel con shorts, tirantes y
boina sentado sobre una pelota enorme y saltarina. Las alpargatas rojísimas que usé en la fiesta
mexicana, cuando en la barra libre agandallé diez cubas de presidente añejo y terminé
disertando sobre el sincretismo de mi tortilla de patatas con chile. El
búho junto a la Cibeles que tomaba por la noche para volver a mi piso. La falda
azul que se levantaba con el aire en las escaleras del metro. Las nocheviejas
en Sol con peluca morada y pantalones entallados. Los besos con desconocidos en
las calles mojadas de esas madrugadas de marcha. Las cañas con los amigos al
salir de la escuela y las cenas con ensalada y aceite de oliva que preparaba
con mi mejor amiga. Han pasado nueve años y ahora sé que Madrid no
se supera.
La Emperatriz no tiene búhos, ni pelucas, ni
ángeles, pero las fotografías regresaron con todos sus colores. Durante algunos
instantes, también regresó mi acento: leía en voz baja los diálogos de Don
Cayetano y Vicenta y reía.
Después
Por supuesto que ansiaba encontrar a
mi Madrid en la Emperatriz de Lavapiés. Lo
que no esperaba era encontrar a Norberto.
«Nada nos
es desconocido en tanto que lo reinventamos con la memoria. »
Quisiera recordar si sus zapatos eran
tipo Oxford o si solía andar con un paraguas al igual que Don Pedro. Lo que sí
recuerdo es que utilizaba trajes obscuros y sombrero. Pero más allá de las coincidencias físicas,
Don Pedro y Norberto eran a veces fugitivos, a veces presa y a veces mártires
de su memoria y de sus recuerdos.
Norberto me pedía que pegara los
brazos al cuerpo y doblara los codos. Se
agachaba un poco y con las palmas me tomaba de los codos y me levantaba hasta
su altura para darme un beso en la frente.
Yo tenía cinco años y él casi dos metros de estatura que, a sus sesenta
y tantos, no habían disminuido ni un solo centímetro.
Recuerdo también que nos contaba
historias de Pancho Villa: cuando tomó Zacatecas, cuando invadió a los
gringos. Desde que mi abuelo era un
escuincle que vivía en Parral y fue a
verlo en aquel Ford en el que murió acribillado, Pancho Villa pasó de ser un
semihéroe de la Revolución Mexicana a un Tío cercano.
«Los
recuerdos o son algo recuperado por la memoria o son algo perdidos con la
amnesia.»
Viví en casa de mis abuelos de
Tlanepantla cuando estudiaba primero de secundaria. Una tarde estaba haciendo la tarea en el
comedor cuando Norberto entró temblando.
Me acaban de asaltar unos rufianes, nos dijo a mi mamá y a mí. Me pusieron la navaja en la espalda y se
robaron mi reloj. Mamá corrió por un vaso de agua y un bolillo para que se le
pasara el susto. La palabra “rufianes” rebotó
en mi cabeza lo que quedó del día. Mi
abuelo solía usar palabras así de raras.
Aquel reloj era de oro y tenía una
cadena que amarraba a su saco. Norberto
volvía del Municipio, donde gestionaba una estatua de Pancho Villa. Su legado debe ser conocido por la juventud, decía. Cuando mi abuela se enteró del asalto, se
armó la trifulca. Que si no debe andar haciendo de payasadas, que con estatua o sin estatua nadie
se acuerda o acordará.
«La
memoria no es más que tiempo y eso ha de tener tanta profundidad como las aguas
de un océano desconocido.»
No sé qué
pasó con las gestiones para la estatua, pero supongo que los ayuntamientos no son
muy dados a apoyar las ideas quijotescas de un anciano. Al poco tiempo nos fuimos a vivir a
Guadalajara y un par de años después, Norberto también se mudó para allá. El cambio de residencia se debió a la
demencia senil que había comenzado a presentarse.
Conforme
avanzaban los años, los ojos de mi abuelo se fueron haciendo más pequeños y se
cubrieron de una delgada película blancuzca. Nunca estuvo ciego; sin embargo, pareciera
que esa película también fue cubriendo su mente y encerrándolo en un mundo
donde él era joven y conocía a los demás.
La última
vez que vi a mi abuelo Norberto le dije que me iba a España. Él abrió la boca con sorpresa y sonrió
diciendo ¡Oh, España!