jueves, 24 de febrero de 2011

Besos a navajazos

I.
Las horas contigo. Sangran. Cortan mis entrañas. Has secado. Mis pupilas. Mis labios. Mi sexo. No respires. Comida podrida. Perro atropellado. Viciaste. El aire. ¡Apesta!. Aléjate. Tu voz. Pastosa. Se pega. A mis pies. Estorba. Mis pasos. El calendario. Sofoca. A Esta. Flor marchita. Abatida. Congelada. Muerdo. Tu nombre. Tus muertos. Fastidio. De pelos lacios. Eternos. Yemas venenosas. Ladrillos de palabras. Mi alma. Desamparada. Grita. Tengo hambre. De soledad. Evapórate.

II.
Es un vicio, una adicción, un sinsentido, eso que me mantiene a tu lado. ¿Destino? Já, dices que es el destino. El destino no existe, incrústalo entre tus orejas llenas de sebo. Lo único que existe, es esta realidad masoquista que niegas a ver porque te tapas los ojos con tus manos de cerdito. ¿Tampoco escuchas? Ya te dije que me secreteo con la muerte y le pido que ponga sus labios fríos muy cerca a mis latidos. Esos débiles latidos que necesitan el dolor para encender esta maquinaria. Hierve la sangre y me transforma. Una corderita lista para el sacrificio a la que puedes desollar viva.

III.
Y otra vez las miradas de lava, los besos a navajazos. Hasta la próxima.

martes, 15 de febrero de 2011

Nominación al Premio Revista de Letras

Este blog ha sido nominado para obtener el premio Revista de Letras al mejor blog internacional de creación y/o crítica literaria.

Si le gusta lo que lee, puede pasar a votar acá, hasta el 2 de marzo.




Gracias al equipo de Revista de Letras por su nominación.

viernes, 4 de febrero de 2011

Cristina Rivera Garza

Por Rosalinda Muñoz Rodríguez

28 de noviembre de 2010

Faltaban 20 minutos para las cinco de la tarde. Me despedí de los colegas del trabajo con la promesa de volver. Querétaro no es muy grande; aún así, tenía el tiempo justo para llegar: diez minutos a la Universidad, cinco para estacionarme y cinco para caminar el sinuoso Cerro de las Campanas. “Es en el auditorio, a la derecha de la fuente de Rectoría” me informó un mensaje en el celular.

Llegué y Ricardo me esperaba con una copia de Nadie me verá llorar. Había comenzado a leer la novela esa semana en un ejemplar prestado por la UAQ. La fuerza de la prosa y lo armonioso de su narrativa, me provocó comprarla. Además, aquella tarde, conocería a la autora. Algunas personas aún estaban en la antesala. Los rectores pasados miraban desde su pared a los asistentes y, los asistentes, miraban a Cristina. El verano queretano no se ha dado cuenta que es otoño y, a veces, sigue calentando. Por eso, Cristina usaba un vestido tinto y sin mangas. Las medias negras de red hacían juego a sus gruesos lentes y sus mejillas se abultaban en una gran sonrisa.

Entramos al auditorio para tener un buen lugar. Tres Carlos, como Cristina afectuosamente les llamaba, docentes de la Facultad de Psicología, la acompañaron durante la presentación. La Castañeda anunciaba el promocional en el blog de Cristina. La Castañeda, el gran manicomio con el que Díaz inauguró los festejos del centenario de la Independencia. La Castañeda, cuna de grandes psicólogos y psiquiatras del México contemporáneo. La Castañeda con aspiraciones de modernidad. La Castañeda, hogar de zapatistas. La Castañeda y sus pabellones habitados por delincuentes, ancianos, alcohólicos, drogadictos, prostitutas, homosexuales, indigentes, toxicómanos, violentos, impulsivos, epilépticos, esquizofrénicos, imbéciles e infecciosos. La Castañeda, el último libro de Cristina Rivera, hijo directo del título de Doctorado que la autora recibió en 1995.

Ante un auditorio lleno, la autora relató que, cuando hizo la investigación para obtener el doctorado, no sabía en lo que se metía. Tampoco sabía del efecto terremoto que un manicomio y una de sus internas tendrían en su vida.

¿Qué le pasó a la gente común durante los últimos años del porfiriato, la revolución y los primeros años post-revolucionarios? Esa era la pregunta que Cristina deseaba responder. Y para ello, la esperaban 75,000 expedientes en el archivo de la Secretaría de Seguridad y Asistencia Pública. Expedientes clínicos de los internos de la Castañeda.

En sus palabras encontré a una mujer apasionada y comprometida con lo que quiere. Los ojos negros se le iluminaron al recordar el momento exacto en que encontró documentos que no sabía que buscaba. Momentos de revelación que todos deberíamos tener, al menos, una vez en la vida. Con gran sentido del humor, Cristina nos relató historias del manicomio, de cómo le ha cambiado la vida lo que comenzó como una investigación.

Recordar a la Castañeda, a quienes la habitaron, nos predispone a abrir los oídos a las voces dolientes de hoy: los pobres y los desposeídos. Reafirma la importancia de la Historia para traer el pasado al presente, para así, no irse al pasado. Cristina intenta, espera, que el libro de la Castañeda se convierta en un manifiesto humanista. Que volteemos a vernos aquí y reflexionar en los mundos contradictorios en los que vivimos.

A la pregunta: ¿había poesía en la Castañeda?, Cristina contestó: había poesía en textos de los internos, en los diagnósticos de los doctores. Pero en un sentido más amplio, había poesía en la Castañeda per se. La Poesía de una enfermedad que ilumina una vida que, de lo contrario, hubiera pasado inadvertida. La Poesía de un lugar donde el dolor se quedó guardado y que es parte de la Historia Nacional.

El tiempo hizo su trabajo y la noche cayó en Querétaro. Me formé en la fila para obtener la firma en el libro. Afuera, repartían vino y un DJ amenizaba la charla. Cristina atendió a cada uno de sus lectores con una sonrisa. Se tomaba fotos, bromeaba y preguntaba nombre y apellido. Cuando por fin fue mi turno, le comenté que su columna, La Mano Oblicua, era objeto de estudio en mi curso de creación literaria. Cristina volvió a sonreír y se dijo sorprendida por la noticia.

Cristina Rivera Garza, poeta, narradora, historiadora. Profesora de escritura creativa en la Universidad de San Diego. Ganadora de importantes premios literarios nacionales e internacionales. Sus novelas han sido traducidas a varios idiomas. Esa es su biografía.

Las biografías, como conjunto de hechos y logros, minimizan al escritor. La biografía no deja ver las sonrisas o los ojos atascados de pasión. La biografía oculta la lengua ansiosa por contar anécdotas y momentos. Por eso, a gente como Cristina Rivera Garza no le queda otra que escribir. Escribir para que podamos leerla y, encontrar en alguna de sus palabras, un momento de revelación y, tal vez, algo que no sabíamos que estábamos buscando.