miércoles, 18 de agosto de 2010

Fantasmas

DIA CERO. En mis sueños aún escucho el ruido de la ciudad que yo amaba. El viento contra los edificios y lonas, el claxon chingando al de adelante, los perros encadenados que ladraban al llegar a los parques. Cuando cierro los ojos, escucho a los jazzeros callejeros entonar sus melancólicas canciones en la estación del metro y las risas de los niños en los jardines.

Ahora, la ciudad ha callado, ha muerto. Hoy extraño el ruido.

Cuando todo esto comenzó lo único que anhelaba era un poco de silencio. En un instante, a los chillidos de las patrullas se unieron a la alharaca de las ambulancias y el estruendo de los helicópteros. Cuando las alarmas sísmicas se encendieron, su escándalo sólo fue callado por la pérdida de la electricidad general.

Por fin, la muerte llegó escoltada de lluvia y truenos que parecían interminables. Desconozco cuanto tiempo duró, ya que gran parte del tiempo estuve dormida gracias a esa enfermedad que mató a tantos. Cuando por fin desperté, todo había cambiado.

Ese día cero no sólo desperté yo. Despertó una ciudad herida desde sus entrañas. Una ciudad callada donde el silencio era roto esporádicamente por gemidos, gritos de dolor y muerte, voces de súplica y desesperación.

DIA SIETE: Y el sol salió. Los primeros rayos aceleraron la podredumbre de los cuerpos y comida. El hedor era insoportable para una sociedad acostumbrada a las bondades sanitarias del siglo XXI. Debido a las cañerías tapadas y la escasísima agua, moscas, ratas y perros sin dueño se apropiaron de las calles.

Llegué a Nueva York hace pocos meses. La elegí porque sin duda, es -o era- la capital de este mundo. La nueva Roma en este siglo globalizado, sobrecalentado y ahora enfermo. Vine desde México para aprender la mayor de las lecciones: que puedo ser yo, entera y sola. Que no necesito fantasmas hablándome al oído. Que gracias a esta droga, puedo integrarme a la sociedad. Allá se quedaron mis padres, quienes también confiaron en estas nuevas pastillas que evitan mis frecuentes alucinaciones.

Antes de que todo esto sucediera, la ciudad fue mi guía y consuelo. Nueva York me reconoció como una de sus hijas y sentía que me alimentaba con la misma electricidad que recorría sus venas. Ahora, sin ese brillo artificial con el que desafiaba a las estrellas, Nueva York languidece. Y así lo haré yo, de no encontrar pronto esas pastillas que evitan a mis fantasmas regresar.

DIA QUINCE. Los neoyorkinos han desalojado su isla. Abandonaron sus departamentos, su ropa de diseñador, sus mascotas y sus muertos. Sólo quedan algunos indigentes y locos. Aquellos que desde siempre han conocido las entrañas de esta ciudad, quienes ya vivían en una Nueva York sin Broadway ni museos. Esos, los rotos y malvivientes que nunca necesitaron de grandes comidas y camas limpias.

Sigo aquí porque mi dotación de pastillas se terminó y no me queda más que buscarlas irrumpiendo farmacias. No sé en cuánto tiempo regresarán las alucinaciones y vivo con la paranoia si no han vuelto ya.

Eso me pasó cuando Marduk, vestido a capa y espada, me ahuyentó de la Estación Central, donde intenté dormir. Lo enfrenté con una varita, como si fuera a encantarlo. El espadachín se rindió ante mi magia y me dejó pasar con una sonrisa que ensañaba todos sus dientes percudidos. Me llevó a donde tenía guardado su cofre de tesoros y con una seña sobre sus labios me hizo jurar silencio. Por supuesto, le di una moneda. Pagaba por una cordura real, aunque estrafalaria.

Aquella noche conseguí un lugar para dormir. Tengo un taburete de tela roída, unas cobijas polvorientas y algunos locos con quienes compartir mis días, como Queen Wednesday. Queen es negra y habla muy poco inglés. Le gusta vestirse de rosa y grita como urraca cuando se le pierde su corona de piedras falsas. Con ella salgo “de compras” casi a diario. Buscamos latas de comida en departamentos deshabitados y cuando nos hartamos de comer, cambiamos nuestro ajuar. Mi corona tiene que ser más pequeña, pero quedamos en que este bolígrafo de grandes plumas era para mí, para nadie más.

Aquel día que “compramos” tu-tus de ballet, vi por primera vez a los tigres y osos polares tomando el sol en Central Park. Le pregunté que si los veía y me contestó: Big Cat and Teddy Bear con un ademán de niña acurrucando su muñeco de peluche.

Estos locos son ahora mi familia, mi única comprobación de lo real.

DIA VEINTE. El frío aumenta, por lo que busco cobijas en los departamentos cercanos. Me he convertido en una experta allanando casas. Aún tengo comida, pero la raciono. Los espejos rotos del baño regresan mi rostro más delgado de lo que recuerdo.

Tomo mucho vino, a falta de agua limpia. Hablo con cualquiera que se me acerca y les invito de mi trago. Todos aceptan y la botella se vacía un poco más. Aún son reales, ¿cierto? De lo contrario tendría más licor. Alcoholizados y sucios hemos de ser un espectáculo decadente. Pero… ¿Quién esta buscando la belleza hoy? Nueva York apesta, ¿Por qué nosotros no?

DIA VEINTICUATRO. Hoy vi una ballena en el lago. Me subí al castillo de Belvedere y encontré a la manada completa. Hablan y les entiendo. Díganme por favor, díganme. Dónde vivo, qué es esto. Por qué les he perdido, si aún me falta el despertar de un mal sueño. Díganme que sigue a este atardecer turquesa, qué queda de esa enormidad de estrellas.

DIA VEINTISEÍS. Aún veo a las ballenas, dan varias vueltas en el lago. Como poseídos, como intentando escapar. Y brincan dejando un arco iris de segundos que muere ante un ruidoso ¡splash!

Me encontré a ese hombre de pelo blanco. Se acercó contándome historias de luces en el concreto, de máquinas que cargan gente y que corren más que un caballo. Me dijo que había llegado volando desde México, que tenía que encontrarme. ¡Volar!, eso es de pájaros. Asegura que pronto comenzaría el frío, que me debo bañar antes del que el lago se congele. ¿Al lago? ¿Con las ballenas? Nunca.

DIA TREINTA. Él ha llenado el castillo de latas, sella las ventanas con telas gruesas y saca fuego de otra lata. ¿Quién eres? a veces siento que te conozco. A tu lado me siento tranquila y protegida.

En esas interminables tardes me cuenta historias que nunca había escuchado, pero cuyo final adivino. Entonces reímos hasta que duele la panza y le digo:
-Tú eres el rey del castillo
-Lo sé, princesa. Desde chiquita eres mi princesa, ¿lo sabes? -Yo asiento mientras me acurruco a su regazo.