sábado, 24 de abril de 2010

El color de la vocación

Para Osvaldo,
quien hace sacrificios por la amistad


El irme de cantinazo con Rodrigo se ha vuelto una tradición mensual que espero con más emoción que la regla. Todo comenzó un día que le conté que me había ido sola al “Chava Invita” y que el dueño del legendario tugurio había intentado emborracharme con tequila para quien sabe qué fines poco honestos. Rodrigo me conoce desde hace muchas borracheras y sabe lo que la jalisquilla bebida me provoca, por lo que se ofreció a acompañarme en mis tours cantineros como noble escudero de lo que me queda de decencia.

El jueves pasado le tocó el turno al bar “El Luchador”. Nos decidimos por el lugar ya que de sus puertas de madera corroída colgaban tres avisos en cartulinas de color chinga-pupila:
  • JUEVES de Arrachera
  • 130 pesos la CUBETA de 6 cervezas
  • Se solicita mesera BUENA
La cantina está ubicada en el inicio de la zona de mala muerte de la ciudad, por lo que es común toparse borrachines meados en el piso que advierten los peligros del exceso del alcohol. Pasadas las puertas retráctiles, encontramos que sólo había dos mesas disponibles por escoger. Un ChicoTec de escasos 20 años tomaba cerveza recargando su puesto flácido sobre la mesa; tenía los ojos cristalizados y el rostro descompuesto. No había que ser brujo para deducir que intentaba calmar con alcohol un mal de amores. En la orilla pegada a la cocina, un viejo raboverde ojifeliz se almorzaba las piernas de la mesera. Un par de vendedoras de caricias platicaban con entusiasmo en una de las mesas de entrada.

Rodrigo me guió a una de las mesas cercanas a la barra, dándole la espalda a las señoras. Estas si son cantinas, me dijo mi acompañante mientras señalaba los cuadros que colgaban en la pared: fotografías deslavadas por el sol que enaltecían las hazañas heroicas del pancracio mexicano y chicas con poca ropa y muchas curvas. Ir a las cantinas fresas es como ir a Disneylandia, le dije dándole la razón. Supongo que por eso Rodrigo y yo somos amigos, preferimos la realidad a la fantasía, aunque ésta tenga baños apestosos.

En lo que llegaban las cervezas, me dediqué a leer en voz alta los letreros que colgaban de las bebidas de la cantina en las que se exalta el honor etílico y el florido léxico mexicano. Cuando nuestra mesera puso la cubeta metálica llena de Victorias sobre la mesa de plástico blanco, procedimos a brindar.

Consumimos las seis cervezas acompañadas de un picoso caldo de camarón, canciones de José José patrocinadas por el abandonado ChicoTec, arrachera con tortilla y salsa, el flashazo de los calzones de la VendeCaricias en medias de red, tostadas de médula y camarón, un borrachín que no recibió más que agua debido a que tenía antecedentes deudores y una muy agradable plática.

A pesar de que Rodrigo es gran conocedor de estos tugurios de mala muerte, es muy correcto y decente, por lo que evitaba ver las piernas de la mesera o las lonjas de las VendeCaricias. En la barra encendieron un anuncio chinga-pupila de “Corona”, por lo que el llamado estaba más que hecho y pedimos una cubeta más. Con la quinta cerveza los ojos de mi amigo se comenzaron a desviar a las piernotas de la mesera, por lo que traje a la conversación el letrero que habíamos visto en la entrada; discutíamos si la palabra BUENA del anuncio de empleo lo hacía en solicitud de la habilidad para atender mesas y borrachos o al físico de la portadora.

-¿Vas a dejar este trabajo amiga?- Le preguntó Rodrigo en un ataque de valentía a la mesera en minifalda.
-Si pues -contestó- Lo que pasa es que comienzo la escuela y necesitan un reemplazo.
-Ah que bien. ¿Tú crees que mi amiga aquí sentada sirva para eso de atender amablemente a los borrachos?

La mesera sonrió y yo escupí el trago de mi sexta cerveza reprendiendo la desfachatez de mi amigo quien reía a carcajadas nerviosas. Rodrigo empezó a alabar mi capacidad para caminar derecho y esas noches heroicas en las que hábilmente me he quitado a varios borrachos de encima. La mesera me ofreció su falda en préstamo y desde su mesa el par de VendeCaricias me animaban con sus aplausos.

Buscando convencerme, Rodrigo me pidió un tequila y desde su guarida, el cantinero aseguró que era cortesía de la casa. Tomé el caballito a dos tragos y accedí a cambiarme de ropa con la mesera, ante el aplauso eufórico de los borrachos del lugar.

Salí del baño en minifalda, con libreta en mano y sujetando mi pelo con una pluma Bic. La falda me quedaba un poco grande, ya que haciendo honor a la figura de nuestra mesera, sus nalgas eran más frondosas que las que mi madre me dio.

-¿Qué desea ordenar joven?- Le dije a mi amigo, quien ya tenía una grave risa alcohólica.
-Diles papito si quieres propina grande- me asesoró la experta que ahora usaba pants.
Entonces me dirigí al ChicoTec.
-¿Quieres otra papito?- Le dije al joven de corazón partido sonriéndole muy cerca de sus húmedos ojos. El chillonsito sonrió y asintió con la cabeza.
-¡Cantinero otra pacífico!- solicité con voz enfática.

Segura de poder controlar mis erráticos pasos, caminé hasta la barra donde me esperaba la cerveza y el cantinero, quien me señaló una charola donde la tenía que colocar. Con precisión matemática, centré la botella y con soltura la llevé en alto hasta mi primer cliente. Bajé la charola sobre la mesa y el adolorido ChicoTec me agradeció con una sonrisa.

Acto seguido, solicité una tostada a la cocina para Rodrigo, llevé la cuenta a las sonrientes VendeCaricias –recibiendo a cambio una gran propina- y esquivé con maestría la mano del borracho de la esquina que iba directo a mis nalgas. Ya comenzaba a caer la tarde por lo que las luces chinga-pupila del lugar se encendieron; ayudé al ChicoTec a elegir canciones de adolorido en la rockola, destapé cervezas y limpié el resto de comida y alcohol que tenían las mesas desocupadas.

Me sentía feliz de haber nacido con esa habilidad innata de meserar y de haber encontrado mi verdadera vocación. Mis clientes y colegas estaban de acuerdo, por lo que ovacionaron mi trabajo entre vivas y aplausos. Agradecí con una reverencia. Sin embargo, al agacharme y doblar las rodillas, la falda decidió resbalarse hasta mis pies, dejando en evidencia mi gusto por los colores chinga-pupila en la ropa interior.

martes, 20 de abril de 2010

El ángel escritor

-¡Joder!, tanto gilipolla cargando regalos que creen que la navidad es un espíritu, cuando en realidad es una puta estrategia mercadológica de Dios- decía Ángel en voz alta mientras caminaba. Su voz era triste pero enfática.

-¿Cómo?- le pregunté.

-Dios siempre elige el argumento de todas las historias de Noche Buena y Dios es un cursi- aseguró.

Ángel vestía una gabardina gris, camisa amarilla, sombrero de copa y shorts. Pensé que era un loco más de esos que hablan solos y caminan por la Gran Vía durante las fiestas decembrinas, sobre todo porque el aire frío no estaba como para andar usando shorts.

La gente me empujaba hacia adelante evitando así que escuchara lo que Ángel me intentaba decir. Caminé a contra corriente, siguiendo el sombrero que sobresalía entre el gentío. Entonces le propuse que me contara más, pero en un lugar menos congestionado. Con una sonrisa tímida pero sincera, me siguió hasta San Ginés. Ya con chocolate y churros servidos, Ángel me comenzó a contar.

En el cielo, existe una corte de ángeles que se dedican a escribir historias e iluminarlas en la gente. Al parecer, es una enorme corporación en la que existen editores, traductores, recopiladores, actualizadores, inspiradores y por supuesto, escritores. Todos ellos están divididos en ramas que dependen del tipo de religión y formato de los textos. Ángel me dijo que él estaba en la rama cristiana y para su mala suerte, en los cuentos de Navidad. Y es que éstos eran directamente supervisados por Dios; “y Dios es un cursi” volvió a decir.

Ángel comenzó a sonreír cuando recordó que en sus tiempos de novato, él escribía mitología escandinava.

-Todo se valía- me aseguró sonriendo mientras sopeaba su churro en la taza del espeso chocolate- Inventé bestias, elfos y gigantes, lenguajes. Revolví deidades, creé semidioses, decidí destinos. Pero ahora, con el auge monoteísta todo acabó-

Para mi sorpresa, Ángel se empinó toda la taza de chocolate de un par de tragos. Me preocupó que se pudiera causar un choque diabético, pero él lo hizo como si se tratara de cerveza y continuó:

-Cuando me cambiaron al área de cuentos de Navidad intenté innovar, proponer. Todas las historias hechas hasta el momento eran cursis y poco inteligentes. Enfocadas mayormente a los niños y a la mercadotecnia; los ridículos cuentos tratan al lector como retrasado, como si una historia bonita pudiera ocultar la maldad en el mundo- dijo con rencor mientras se tomaba la tasa completa de chocolate.

-Pero así son todas las historias que yo conozco, ¿entonces qué escribiste?- Le pregunté.

-¿Conoces Canción de Navidad? ¿El Cascanueces? ¿La niña de los fósforos? ¿El soldadito de plomo?- me preguntó alzando la voz. Yo asentí a cada pregunta. Ángel se detuvo un instante, como si escogiera las palabras por decir. Volvió a tomar chocolate de su taza, lo que me sorprendió; no me había dado cuenta que pidiera más. Sin embargo, no quise poner atención en eso y dejarlo continuar.

-En la historia original de Canción de Navidad, el niño chantajeaba sentimentalmente a Scrooge por ser discapacitado y lo torturaba por las noches. Al soldadito de plomo lo funden en balas con el que asesinan al niño que lo separó de su amada bailarina. La gran batalla en el Cascanueces fue provocada porque la niña drogó con opio- dijo arrastrando las “r” y las “a” –Yo escribí todas ellas, pero por órdenes de Dios, el editor cambió todas mis historias y las hizo una mierda cursi.

La interminable taza de chocolate seguía inyectándole energía para contarme historias: Santa Claus era un ladrón al que una vez sorprendieron entrando por la chimenea, los árboles empezaron como un negocio canadiense, etcétera. Su comportamiento era de un borracho altanero y malacopa, por lo que cuando comenzó a insultar a Dios y a escupir al cielo, pagué la cuenta y lo saqué de ahí. Como apenas y podía caminar, lo sostuve pasando su brazo por mi cuello.

Pedí un taxi y lo llevé a mi departamento. No tenía corazón para dejarlo tirado en la calle y Ángel seguía asegurando que venía del cielo y que era escritor. Mientras caminaba en zigzag por la sala, noté que tenía el rostro rojo y arrastraba aún más las palabras al hablar. Había leído sobre mentirosos compulsivos e hipocondriacos, por lo que supuse que mi ebrio acompañante tenía una combinación de esos dos problemas, ya que físicamente es imposible emborracharse con chocolate.

Fuera fingido o no, decidí que debía bajarle la borrachera a Ángel y lo metí a la ducha. Lo llevé al baño y cerré la puerta tras él y se recargó contra la pared. Abrí la llave caliente y mientras escuchaba como caía el agua en el piso, comencé a desnudarlo. Desabroché su camisa y tomándola junto con la gabardina, tiré de ambas prendas hacia abajo. Fue necesario que diera dos tirones más para dejar su torso desnudo. Ángel era alto, por lo que la actividad de desnudarlo requería un esfuerzo mayor. Suspiré al arrodillarme a la bragueta del short; desabroché el botón de la cintura, bajé el zipper y la prenda resbaló sin complicaciones, por lo que tomé el calzón de las caderas y lo bajé.

Cuando su pubis quedó al descubierto, lo que vi me conmocionó. En realidad, lo más impactante fue lo que no vi, ya que Ángel carecía de vellos, de pene y de testículos. No podía creerlo, por lo que comencé a tocarlo para confirmar lo que decían mis ojos. La piel era suave y tersa, sin duda mis dedos disfrutaban el recorrido. Estiré el dedo índice y me dispuse a recorrer la parte donde se juntan sus muslos. Apenas comenzaba mi exploración, cuando escuché una risa débil seguida de un aleteo que aventó un chiflón de aire. Volteé hacia arriba y vi como un par de alas de plumas blancas se expandían por su espalda.

Aún dudo que sea escritor.

lunes, 12 de abril de 2010

Tres pedazos de Norberto

Para los Muñoz
I.
Trabajar como Ingeniero Civil era ventajoso para Norberto. No sólo le proporcionaba la libertad de recorrer el norte del país manejando con un cigarro en mano, sino que también le daba la oportunidad de visitar y vigilar a todas sus viejas e hijos. Y es que a mediados del siglo pasado, el tener un harem bien administrado no era motivo de escándalo. Con tener a todos bien vestidos, alimentados y estudiados era suficiente.

El título de egresado del Politécnico que aún cuelga en la sala regresa a un hombre moreno, de orejas largas y pequeños e inquisidores ojos. Cuca admite que no era guapo y se sonroja un poco cuando le preguntan que le vio a Norberto. Esas cosas no se dicen contesta ella, pero es bastante obvio que Norberto eligió a Cuca como madre de su segunda familia por las amplias caderas, los enormes ojos negros y la boca carnosa. Esa prole se quedó en 5 hijos y durante mucho tiempo, estuvo fincada en Chihuahua.

Una noche de otoño una patrulla llegó a su casa. Cuando el ruido de la sirena que acompañaba a esas luces azul y rojo calló, un niño de grandes orejas y la mirada en el piso bajó del auto. Un policía le explicó a Norberto que su hijo había estado apedreando la estatua que honra la memoria de Pancho Villa.

El vándalo conocía la idolatría del padre por el héroe / bandido y lloraba por anticipado por los cinturonazos que estaba a punto de recibir. Hubiera preferido compartir una celda llena de miados y delincuentes que enfrentar con las nalgas el castigo del padre.

Ya dentro de la casa, madre e hijos aguardaban con espanto el castigo. Por delante entró el pequeño infractor y ahora su llanto estaba acompañado de gritos de arrepentimiento. El ceño fruncido y los ojos parpadeando de Norberto hacían esperar lo peor. “¡Ah que hueco tan exagerado!” Dijo Norberto burlándose del llorón y a coscorrones lo mandó a su habitación.

II.
Es verano en el Distrito Federal y la casa está llena de niños. Sus padres los abandonaron ahí sin una razón aparente, para que jueguen, nomás. El pelo entrecano que le queda está peinado hacia atrás y muestra una gran frente morena. Un bigote fino sobre la boca le sigue dando a Norberto ese aire de sofisticación que alguna vez le consiguió muchas viejas.

Norberto acomoda sus largas piernas en la mecedora, mientras toma un caballito de tequila. Una bandada de chiquillos salen corriendo de los cuartos de la casa al grito de “¡Huercos! ¡Vengan para acá!”. Se sientan en el piso, alrededor de la mecedora del abuelo para escucharlo contar historias de Pancho Villa y de los días en que vivió en Parral.

Las caritas atentas escuchan como si fuera la primera vez, la historia del día en el que Norberto fue a ver el coche que aún tenía el cuerpo tibio del centauro del norte, cuando corrió a verlo después del ruidajero que armaron los balazos que acabaron con su vida. “¡pum, pum, pum!” mataba el abuelo a sus nietos con las manos que simulan una pistola. Entre risas, los niños caen al piso sólo para levantarse de un brinco y corretearse alrededor de la mesa.

Desde la cocina, la regia voz de Cuca reprende al marido: “¡Norberto, no aloques a los niños!”. Pero ni los niños o el abuelo hacen caso y cruzan una mirada de complicidad. El abuelo se sirve más tequila y permite que los niños metan un dedo al caballito. Al probar la bebida de adultos, los niños vuelven a correr y dan vueltas en círculos hasta marearse y asegurar que están borrachos.
Por la tarde, los padres recuerdan que habían abandonado a sus hijos y vuelven a la guardería familiar. A regañadientes, los niños se despiden. Con los brazos pegados al cuerpo, doblan los codos ante el ¡Póngase fuerte! del Norberto, quien los toma de los codos y los levanta sus casi 1.80 metros para darles un beso en la frente.

III.
El frío invierno del bajío no se siente en aquella casa atiborrada de gente. Los hombres se emborrachan, los niños se esconden de sus madres y los adolescentes se besuquean en las esquinas. La fila para los tacos de guisos sea comenzado a alargar y casi llega a la esquina en donde está sentado Norberto, quien tararea algún corrido mientras mueve la cabeza y el pie.

Norberto no sabe porqué está ahí, de quien es la casa o porqué hay tanta gente. Una fina capa blanca se extiende sobre sus ojos y se extiende hasta su mente. Pero como todos están contentos, él también lo está. “¡Pst, huerco! ¿Pa’ qué es la fila?” Pregunta a un comensal y como respuesta recibe unos tacos. Come aunque dice que no quiere. Vuelve a preguntar y recibe una dotación más. Vuelve a decir que no, pero se los termina.

Un joven vestido de mezclilla se le acerca con un vaso rojo. Toma abuelo, le dice sonriendo. A lo lejos, la voz de Cuca se escucha amenazante “Beto, deja de estar emborrachando a tu abuelo” “Es coca-cola abuelita” contesta el nieto. Norberto da un trago generoso seguido de una sonrisa de satisfacción.

“Pst huerco” grita Norberto sacudiendo el vaso rojo desde su esquina. El nieto obedece, rellena el vaso con cerveza, lo acompaña con un cigarro y se sienta a su lado en silencio mientras ven a las mujeres que bailan cumbias. Norberto le pega con el codo y, alzando las cejas, señala el enorme trasero de una de las bailarinas.

miércoles, 7 de abril de 2010

Torta de Tamal

-¿Torta de tamal otra vez?- Reclaman el par de niños tapados hasta las orejas. Los furiosos ojitos negros reprenden sin éxito al padre, quien contiene la risa que le provoca el adivinar las caritas de enojo que se encuentran por debajo de cada bufanda. -¡Se la comen, dije!- Les ordena con fuerza, mientras recuerda que a él tampoco le gustaban las tortas de tamal.

Fue en el amanecer de otro invierno cuando Miguel llegó al paradero del metro La Raza, tras sortear una multitud de coches mientamadres que en Insurgentes Norte casi acaban con su esquelética humanidad. La gente se multiplicaba, lo que le dio la impresión de que todos los habitantes de la ciudad se dirigían al mismo lugar que él.

Había llovido la noche anterior por lo que el frío intensificaba la nostalgia por su adorado y jarocho calor. Estaba a punto de entrar al metro cuando un olor a atole de guayaba llegó hasta su nariz. Pensó que no era mala idea saciar su estómago y calentar su cuerpo, así que se acercó al puesto de tamales.

La tamalera no parecía tener frío; con los brazos descubiertos y gritos en la boca, atendía a 3, 4 y hasta 5 chilangos hambrientos a la vez. “¡Rojo pa´ la güerita! ¿En torta seño? ¡Dos de dulce y un champurrado pa´l joven! Ya te atiendo reinita…” Miguel se acercó abrumado ante tanta presteza al despachar.

¿De qué quiere joven?- preguntó la tamalera. Pero Miguel no escuchaba; tampoco oía el claxon de los automóviles, los apurados pasos de aquellos que iban tarde o los gritos de otros puestos. No sentía frío, ni olía la fritanga. Todos sus sentidos sólo se dedicaron a ver.

Parada junto a una de las ollas rebosante de tamales, estaba ella: alta, maciza y con unos enormes ojos negros. Una gorra color violeta contenía parte del pelo largo y dejaba el resto a merced del viento matutino. Los blancos dientes mordían la torta con bocados grandes y atragantados. Bebía champurrado y su boca exhalaba al tragar, dejando su respiración dibujada en el aire transparente. Pidió una torta más. Alicia comía con ganas, pero sin prisa ni modales. No pensaba en carbohidratos o en Miguel, quien hipnotizado, sólo asintió a la pregunta de la tamalera, con lo que recibió una torta de tamal. Con timidez, Miguel, mordió la torta. La mezcla de masa con pan se apelmazó en su boca provocándole una nueva y extraña sensación. Haciendo un esfuerzo por tragar y para ayudar a su garganta, bebió un trago de atole de guayaba sin darse cuenta que estaba hirviendo. La lengua quemada lo sacó de su estupor visual, escupió el mazacote que había formado en su boca y comenzó a maldecir. Una enérgica carcajada salió de la boca de Alicia abriendo las nubes que ocultaban al sol y cortando el viento que aporreaba los puestos del paradero. Miguel recuperó poco a poco su lengua, su vista, su olfato y su entereza. Acomodándose la gorra, ella le ofreció una servilleta y una sonrisa.

Varias tortas de tamal después, también le ofreció una ciudad vigilada por montañas, donde parece que no cabe una vida más, pero quiensabecómo se acomodan. Un lugar que retó sus miedos, que lo hizo crecer y enamorarse. Una enormidad de luces que envidian las estrellas y que ambos miran desde ese departamento muy cerca del Periférico.



Publicado en la revista Donde-Ir, marzo 2010